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Al oirme, suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares, alborota la calle, y pónenos á entrambos en escena. ¡Bien, mi amigo! ¿Pues en qué me has conocido? ¿Quién pudiera sino ... ¿Has venido ya de tu Vizcaya? No, Braulio, no he venido. Siempre el mismo genio. ¿Qué quieres? es la pregunta del español. ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! ¡Sabes que mañana son mis días? Te los deseo muy felices.

No estés triste... ¡que nunca estás sola! ha bajado una estrella y ha llegado a tu lecho. ¿Conoces su aureola? mi amor hecho centella se refugia en tu pecho. No estés triste... Que también ha bajado un rayo de luna. ¡Yo estoy siempre contigo! mi tristeza a tu lado es siempre, ¡siempre! una caricia de un amigo.

El joven marqués, desde un diván donde yacía solitario, contemplaba sin pestañear en extática adoración a su ex querida. Ven acá, Manolito; acércate un poco, hombre le dijo León. ¿Para qué? preguntó el marqués aproximándose con semblante avergonzado. Para que charlemos un poco.... Y para que estés cerca de lo que más quieres.... Haces bien en estar enamorado de esta barbiana. Todo se lo merece.

Digo bien, digo bien, «muñeca»: cuando estés allá voy a ser otro.... Tendré con quien hablar, con quien reir.... ¡Ya verás que alegría en aquella mesa! Allá no faltará un buen mozo, algún ranchero rico, y te casaré. Don Rodolfo, agregó, dirigiéndose a y desplegando la servilleta, mientras Angelina servía la humeante sopa, ¡queda usted invitado a la boda! La joven se encendió.

¡Oh arroyuelo! ¡Oh loco y fastidioso arroyuelo! exclamó Perla después de prestar oído un rato á sus murmullos. ¿Por qué estás tan triste? ¡Cobra ánimo y no estés todo el tiempo suspirando y murmurando!

Por eso dime quién eres, que me tienes atónito; porque si eres mi escudero Sancho Panza, y te has muerto, como no te hayan llevado los diablos, y, por la misericordia de Dios, estés en el purgatorio, sufragios tiene nuestra Santa Madre la Iglesia Católica Romana bastantes a sacarte de las penas en que estás, y yo, que lo solicitaré con ella, por mi parte, con cuanto mi hacienda alcanzare; por eso, acaba de declararte y dime quién eres.

Melchor se repetía amorosamente las últimas palabras con que Clota le había despedido la noche antes, cuando con las manos fuertemente tomadas y los ojos lánguidos y firmes, puestos en los de él, le había dicho: Hazme telegramas, escríbeme, escríbeme todos los días, cuéntame todo lo que hagas, y cuando vayas en viaje, cuando estés lejos, piensa que... estoy contigo... contigo para siempre... ¡para siempre!

¡Bendita sea tu boca! ¡Sigue niña, que me subes al cielo diciéndome esas cosas! Nada has de perder queriéndome. Pa que estés bien soy capaz de todo; y aunque el padrino se enfade, ansí que nos casemos güervo al contrabando para llenarte el delantal de onzas. María de la Luz protestó con un ademán de miedo. Eso nunca.

¿Pero dónde te vas? preguntó clavándole una mirada de estupor doloroso. No te preocupes de eso. Tengo infinidad de sitios donde ir. Lo importante es que estés tranquila. Piensa en que se trata de muy poco tiempo. Carlota permaneció algunos instantes inmóvil con la cabeza baja. Bueno, te arreglaré la ropa repuso al cabo enjugándose las lágrimas.

En ella me decía que la enferma había sufrido un ataque horrible; que el doctor se mostraba muy alarmado e inquieto, y que la cosa iba mal, muy mal. «Yo quiero que estés aquí, en caso de una desgracia, para que me acompañes y me ayudes. Juana hace cuanto puede. La pobre ya no sirve para cuidar a un enfermo, y la criada no tiene modo. ¡Qué falta me hace Angelina!