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Actualizado: 9 de junio de 2025
A cada lado del chucho pendían dos estampas iluminadas de la novela de Matilde y Malek-Adel, y junto a la puerta que conducía a la cocina una litografía grande, A la memoria de los mártires de la Libertad.
Y esta casta de réplicas solía dar ocasión a nuevos y más intencionados subterfugios míos, hasta que me asaltaban los remordimientos acordándome de Neluco... o se amparaba ella de alguno de mis libros con santos, que le entusiasmaban, y acudía yo entonces a explicarle las estampas para concluir también por donde siempre, aunque en un estilo y de modo más soportables.
De vuelta á casa, ya anochecido, encontró, al doblar la esquina de la calle de Hita, un anciano mendigo y haraposo, con pantalones de soldado, la cabeza al aire, un andrajo de chaqueta por los hombros, y mostrando el pecho desnudo. Cara más venerable no se podía encontrar sino en las estampas del Año cristiano.
Después le vio muchas mañanas deteniendo a las criadas en las inmediaciones de los mercados para darlas estampas y oraciones, hablándolas de la Virgen, con los ojos rojizos puestos en lo alto, sin fijarse en las risas de las muchachas, que sentían cierta lástima por la guilladura de este buen señor, que al mismo tiempo era persona fina.
Veíase en ella una larga mesa de madera blanca, libros, manuscritos, anaqueles con colecciones, álbums encuadernados en brocato de seda; pendientes de la pared había armas japonesas, estampas, grandes mapas geográficos, y entre ese desbarajuste de viajes y de estudios, el coronel tendido sobre su cama, con sus largas barbas blancas sobre su pecho, y la pobrecilla sobrina llorando de rodillas en un rincón.
Apóstol fanático de la limpieza, a la que seguía sus doctrinas la agasajaba y mimaba mucho, arrojando tremendos anatemas sobre las que prevaricaban, aunque sólo fuera venialmente, en aquella moral cerrada del aseo. Cierto día armó un escándalo porque no habían limpiado... ¿qué creeréis?, las cabezas doradas de los clavos que sostenían las estampas de la sala.
Adelantose con prontitud el caballero impaciente. Y volvió a reinar el mismo silencio. El joven flaco siguió hojeando el libro de estampas, que era un tratado de indumentaria, sin hacerse cargo del minucioso examen a que le estaban sometiendo las dos señoras del diván. Era casi imberbe, dado que el tenue bozo que sombreaba su labio superior no merecía en conciencia el nombre de bigote.
Y adivinando algo horrible y grotesco á la par, como los diablos panzudos pintados en ciertas estampas, sonreía en medio de su repugnancia, pensando en la figura algo ridícula de su esposo, con su barba de patriarca, enamorando á una de aquellas perdidas que se burlaban de los hombres, devorándolos.
Aquí y allá había colgadas algunas estampas piadosas. Mario creía percibir el olor del incienso. Al llegar a cierta puertecita adornada con una cortina de cuero, como sólo se ve en las iglesias, una de las viejas llamó con los nudillos. ¿Se puede? Adelante respondió de adentro una voz que no era la de Godofredo. La vieja levantó el pestillo y empujó la puerta.
Esto vale más que todas las estampas con lunas, lagos, amantes y otras macanas que mi «romántica» pone en las paredes para que críen polvo. Y señalaba los diplomas honoríficos que adornaban el escritorio, las copas de bronce y demás bisutería gloriosa conquistada en los concursos por los hijos de su pedigrée.
Palabra del Dia
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