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Actualizado: 30 de abril de 2025
Fué entonces cuando, del otro lado de la mesa, una voz insinuante y cristalina, me dijo misteriosamente: Vamos, Teodoro, amigo mío, sé fuerte, extiende la mano y toca la campanilla. La pantalla verde de la vela esparcía una penumbra en derredor. Me levanté temblando.
Se lo daban en las casas, después del recuelo; pero ella lo esparcía en el corral sobre un periódico, secándolo al sol, para el desayuno. Un saco de papel guardaba llenito...
El incienso esparcía nubes ante mis ojos; mi familia lloraba de emoción viéndome nada menos que ministro de Dios.
Hablaban, discutían, consultando a Luna para que esclareciese sus confusas ideas, y sobre la voz de los hombres resaltaba el repiqueteo de la máquina de coser, siempre en actividad, como un eco del universal trabajo que agitaba al mundo, mientras la calma de la nada esparcía su silencio por las entrañas de piedra del templo.
La azul claridad del alba, que apenas, lograba deslizarse entre los aleros de los tejados, se esparcía con mayor libertad en la plazuela del Ayuntamiento, sacando de la penumbra la vulgar fachada del palacio del arzobispo y las dos torres encaperuzadas de pizarra negra de la casa municipal, sombría construcción de la época de Carlos V.
La aurora divina, escalando las alturas de la sierra lejana, cruzando con vuelo raudo la llanura, levantaba con sus rosados dedos las cortinillas del carruaje y esparcía una tenue y discreta claridad, sin que él hubiese dejado de pensar en su dicha. Esperancita abrió los ojos y le dirigió una tierna sonrisa de amor, que hizo vibrar hasta las últimas cuerdas de su alma poética.
Además, los vínculos que la habían ligado con el Príncipe Zakunine estaban fuera de la ley, y su amistad con Vérod estaba contaminada también. Sin haber todavía visto al acusador, con sólo oír su nombre, creía el magistrado reconocer en él a Roberto Vérod, el escritor ginebrino que vivía desde muchos años antes en París y de allí esparcía por el mundo sus libros llenos de amargas enseñanzas.
Como se ha visto, gracias a una suprema inspiración, no lo fue tanto como se temió, pero sí lo bastante para empañar para siempre, en un minuto, el honor de su mujer y el suyo. Mientras se esparcía por los salones, entre cuchicheos y risas, la nueva de la desaparición de Juana, arrebatada por su marido, el señor de Maurescamp sentábase bruscamente al lado de su mujer en su cupé.
El Miserere de Eslava esparcía sus alegres melodías italianas en este ambiente terrorífico de sombra y misterio.
Su carne tal vez resultaba un poco blanda, á causa de su maravillosa blancura, pero esparcía un perfume fresco, «olía á agua corriente», según la expresión de sus admiradores. Una nariz demasiado ancha, cuyas aletas se agitaban en momentos de emoción con un estremecimiento caballuno, recordaba á su glorioso ascendiente el viril cosaco de la zarina.
Palabra del Dia
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