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Actualizado: 18 de julio de 2025


Un hombre de fisonomía adusta, entrecano, voz fuerte, sucede en la tribuna al eminente filósofo. Es Pelletán, el riguroso contendor del imperio, el compañero de Simon en el Cuerpo Legislativo, el autor de aquellos panfletos candescentes de La profesión de fe del siglo XIX, el Mundo marcha, etc. No habla, pontifica; no arguye, declama.

Después de los que he mencionado, vimos aparecer a un hombre como de unos cincuenta años, flaco, alto, desgarbado y tieso. Tenía como D. Quijote los bigotes negros, largos y caídos, los brazos y piernas como palitroques, el cuerpo enjutísimo, el color moreno, el pelo entrecano, aguileña la nariz, los ojos ya dulces, ya fieros, según a quien miraba, y los ademanes un tanto embarazados y torpes.

Era extraordinariamente delgado y bajo de cuerpo; tenía la nariz aguileña, el cabello entrecano y el rostro tan lleno de arrugas, que a primera vista aparecía estar sonriendo continuamente. Al verlo entrar en el estudio, su tío ni se inmutó ni se puso de pie: sólo dijo secamente, dirigiendo involuntaria mirada al retrato de César Borgia que pendía en uno de los muros.

Un estallido de alegría germánica borró los últimos murmullos de la decepción causada por Isidro. La risa fue general al ver entre los gendarmes al «doktor» el mismo del que hablaba Maltrana en Tenerife , enorme de cuerpo, grave de rostro, con sus barbas de un rojo entrecano y gruesos cristales de miope.

Las tres damas estaban con los moños al aire, hablando a un tiempo en alta voz, con ese desparpajo y esa independencia de modales que caracterizan a los vendedores ambulantes que viven siempre al aire libre, y tienen la voz hecha a la gritería de los pregones. Segunda Izquierdo era una mujer corpulenta y con la cara arrebatada, el pelo entrecano.

Pues ya que no pueden ustedes beber insistía el señorito con la pesadez del ebrio yo la beberé por ustedes. ¡A la salud de los hombres guapos!... ¡Muera la pillería! Un grupo de guardia civil atrajo su atención en una bocacalle. El sargento que lo mandaba, un viejo de bigote duro y entrecano, tampoco admitió el obsequio de Dupont.

Además, le interesaban muy poco las peleas de aquellos gallos ingleses. En la misma sala estaban sentados departiendo amigablemente los dos notarios de la población, don Víctor Varela y Sanjurjo. El uno era un viejo, pequeño, de ojos saltones, con enorme peluca, tan groseramente fabricada, que parecía de esparto; el otro, un hombre de media edad, pálido, con bigote entrecano y cojo de nacimiento.

Al salir otra vez al patio, donde continuaba la prueba de caballos, Gallardo vio separarse del grupo de espectadores a un hombre alto, enjuto y de tez cobriza, vestido como un torero. Por debajo de su fieltro negro asomaban unos tufos de pelo entrecano, y en torno de la boca marcábanse algunas arrugas. ¡Pescadero! ¿cómo estás? dijo Gallardo estrechando su diestra con sincera efusión.

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