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Actualizado: 26 de julio de 2025
El resto de la velada lo pasó agitado alternativamente por la esperanza y la impaciencia. No quería comer; la emoción había paralizado su apetito... Y una vez sentado á la mesa, comió más que nunca, con una avidez maquinal y distraída. Necesitaba pasear, hablar con alguien, para que transcurriese el tiempo con mayor rapidez, engañando su inquieta espera.
Me dijo que los españoles eran muy valientes y muy honrados; pero que hacían mal en defender a Fernando VII, porque este Príncipe es un farsantuelo que engañó a su padre y ahora está engañando a la nación y al Emperador. Doña María se llevó la mano a los ojos.
La casa era invadida; pero no como la invadían nuestros caballeros del siglo anterior, espada en mano, batiéndose con una turba de criados y dos docenas de alguaciles, sino astuta y solapadamente, engañando á las familias, abusando de la confianza ó encubriéndose con un disfraz ingenioso y á veces grosero.
¡Qué le importarán a ese corazón de piedra la madre ni los hijos! ¡Un hombre que tiene en Madrid treinta y cuatro casas, según dicen, tantas como la edad de Cristo y una más; un hombre que ha ganado dinerales haciendo contrabando de géneros, untando a los de la Aduana y engañando a medio mundo, venirse ahora con cariñitos!
Mientras Clara reprueba los proyectos, algo libres, de su hermana, urde ella el enredo más astuto, haciéndose pasar por Eugenia, envolviendo en sus redes al futuro marido que se le destina, engañando á la dueña que la guarda, y convirtiéndola en auxiliar de sus planes.
Al entrar las señoras tiraban cada una de su cordoncito para marcar la asistencia de este modo, y las amigas se encargaban algunas veces de hacerlo por las ausentes, engañando á las monjas, que, terminada la reunión, examinaban la lista con una curiosidad meticulosa.
He tenido que engañarla; ahora mismo la estoy engañando. ¡Engañando! Sí, por cierto; la tengo escondida en mi chiribitil, en el agujero de lechuzas, que me sirve de habitación hace treinta años. ¿Y por qué la engañáis? Si no fuera por sus celos, ella no hubiera venido; la he asegurado de que vería entrar á su amante en el aposento de doña Clara Soldevilla. ¡Su amante! ¿y quién es su amante?
Llegó, pues, D. Fadrique hasta ponerse á su lado. Entonces advirtió que Clara estaba no muy lejos, de rodillas, al lado de su madre; que D. Carlos la miraba, y que ella, si bien fijos casi siempre los ojos en su libro de rezos, los alzaba de vez en cuando rápidamente, y miraba con sobresalto y ternura hacia donde estaba el galán, declarando así que le veía, que se alegraba de verle, y que tenía miedo y cierto terror de profanar el templo y de pecar gravemente engañando á su madre y alentando á aquel hombre, de quien decía que no podía ser esposa.
Oyó también Salvador los despropósitos del vulgo, a quien se había hecho creer que el Rey no vivía y que aquel buen señor que salía en coche a paseo era el cadáver embalsamado de Fernando VII. Por un sencillo mecanismo, la napolitana, que a su lado iba, le hacía mover las manos y la cabeza para saludar. ¡Y con un Rey relleno de paja se estaba engañando a esta heroica Nación!
Comprendió que la infeliz a quien estaba engañando no era casada trapisondista que mereciese desprecio por faltar a su deber, ni viuda buscona armada por la experiencia contra la seducción, ni siquiera mozuela desenvuelta y sabedora de cómo se finge la pérdida de la honestidad: era una pobre mujer realmente apasionada, que sin carecer de perspicacia y malicia, las tenía como adormecidas y embotadas por el pícaro amor.
Palabra del Dia
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