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Actualizado: 12 de julio de 2025
En el silencio de la noche, Gabriel veía iluminarse su mazmorra; hombres con uniforme le empujaban por la escalera hasta una habitación donde le aguardaban otros con enormes garrotes. Un joven de voz melosa, con insignias de teniente y el aire perezoso de los criollos, le hacía preguntas sobre los atentados ocurridos meses antes abajo en la ciudad. Gabriel nada sabía, nada había visto.
En la nave del trasaltar, la más obscura, escondidos en la sombra de los pilares y en las capillas, algunos señoritos se divertían en echar a rodar sobre el juego de damas del pavimento de mármol monedas de cobre, cuyo profano estrépito despertaba la codicia de la gente menuda; bandos de pilletes que ya esperaban ojo avizor la tradicional profanación, corrían tras las monedas, y al caer tantos sobre una sola en racimo de carne y andrajos, excitaban la risa de los fieles, mientras ellos se empujaban, pisaban y mordían disputándose el ochavo miserable.
Las aguas, ondeando suavemente, tomaban reflejos de oro. A intervalos sonaba cada vez más lejos el grito desesperado de aquella pobre mujer, desgreñada y loca, que las amigas empujaban a casa. ¡Antoñico! ¡Hijo mío!
Don Pedro, si nos hiciese usted el favoj... Don Pedro se defendía de los que le empujaban hacia el escenario, diciendo por lo bajo: Pero, señores, ¿yo por qué? ¿A qué asunto?... Hay otras personas... No hubo más remedio. Poco a poco lo fueron llevando hasta cerca del escenario.
Hombres tenidos por superiores empujaban estas masas al exterminio, para escalar el último puente y empuñar el timón, dando al buque un rumbo determinado. Y todos los que sentían estas ambiciones por el mando absoluto sabían lo mismo... ¡nada! Ninguno de ellos podía decir con certeza qué había más allá del horizonte visible, ni adonde se dirigía la nave.
Otras empujaban enormes panes de prensado, del tamaño y forma de una rueda de molino, arrimándolos a la pared para que esperasen el turno de ser escogidos y desvenados. La atmósfera era a la vez espesa y glacial. La Comadreja andaba a saltos por no pisar el tabaco, y a veces llamaba por su nombre a una de las desvenadoras.
Bandas de muchachos aprovechaban la ausencia de los mayores para hacer suya toda la cubierta. Niñeras de diversa nacionalidad, con una criatura al brazo, formaban amigables grupos, mirándose sonrientes sin entenderse. Otras empujaban cunas con ruedas, en cuyo interior una cabeza abultada, de suaves cabellos, aparecía medio dormida entre puntillas y lazos.
Después del primer viaje de Colón, los puertos españoles habían sido como palomares abiertos, de cuyas bocas se escapaban con las alas tendidas las frágiles y audaces carabelas. Los espejismos del oro y el espíritu de aventura desarrollado por siete siglos de guerra con el sarraceno empujaban a los audaces.
Hasta hace treinta años, el río se remontaba por medio de champanes, esto es, grandes canoas sobre cuya cubierta pajiza los negros bogas, tendidos sobre los largos botadores que empujaban con el pecho, conducían la embarcación por la orilla, en medio de gritos, denuestos y obscenidades con que se animaban al trabajo.
Todo funcionaba en sus entrañas con una regularidad vital, sujeto á las leyes generales de la existencia. Hasta las tempestades rugían dentro del cuadriculado de una reglamentación. Los dulces vientos alisios empujaban al buque hacia el Sudoeste, manteniendo una serenidad paradisíaca en el cielo y en el mar.
Palabra del Dia
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