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Actualizado: 21 de septiembre de 2025


El anciano, estrechando mi mano, me habló de hombre a hombre. He conocido a muchos Elsberg dijo. Y ¡suceda lo que quiera, usted se ha portado como buen Rey y como un valiente; y también como el más galante caballero de todos ellos. Sea ese mi epitafio dije, el día en que otro ocupe el trono de Ruritania. ¡Lejano esté ese día y no viva yo para verlo! exclamó Estrakenz, contraídas las facciones.

Me miró maliciosamente y lanzó una carcajada, sin hacer caso de la cara hosca que ponía su hermana. Pues mira que muchos han maldecido antes de ahora a esos Elsberg pelirrojos refunfuñó la buena mujer; y yo me acordé en seguida de Jaime, cuarto conde de Burlesdón. ¡Pero nunca los ha maldecido una mujer! exclamó la moza.

Lo que es que a me gusta el de usted; es el rojo de los Elsberg. Te repito que lo del color es una bicoca, una fruslería. Como ésta; toma. Y le di algunas monedas. ¡Cielo santo! exclamó. Lo que es esta noche voy a cerrar la puerta de la cocina, por si acaso. De entonces acá he aprendido que el color del pelo es en ocasiones detalle de la más alta importancia para un hombre.

En tal caso ¡voto a sanes! tan buen Elsberg es usted como Miguel el Negro y reinará usted en Ruritania. Pero no creo que le hayan dado muerte; como tampoco lo harán mientras siga usted en el trono. Matar al verdadero Rey, en tales condiciones, sería en beneficio exclusivo de usted.

El Rey empezó a hablar de lo que se proponía hacer; Sarto, de lo que había hecho; Tarlein se destapó por unas aventuras amorosas, y a me dio por encomiar los altos méritos de la dinastía de los Elsberg. Hablábamos todos a la vez y seguíamos al pie de la letra la máxima favorita de Sarto: mañana será otro día. Por fin, el Rey puso su copa sobre la mesa y se reclinó en la silla.

¡Cállese usted, madre! dijeron ambas mozas. ¡Oh, son muchos los que piensan como yo! insistió la vieja. Reclinado en cómodo sillón, de brazos, me reía al oírlas. Lo que es yo declaró la menor de las hijas, una rubia regordeta y sonriente, aborrezco a Miguel el Negro. ¡A déme usted un Elsberg rojo, madre! Del Rey dicen que es tan rojo como... como...

Estrakenz insistía en la necesidad de mi inmediato matrimonio, al cual me impulsaban también mis deseos, hasta el punto de hacerme vacilar en la senda del deber. No me creía capaz de faltar a éste, pero podía ocurrírseme huir, abandonar el país, lo cual hubiera significado la ruina de los Elsberg. Jamás había ocurrido caso semejante en la historia de ningún pueblo.

Sentí la diestra de Sarto sobre mi hombro y que decía, con turbada voz: ¡Por Dios vivo! Es usted más Elsberg que todos ellos. Pero yo he comido el pan del Rey y mi deber es servirle. ¡Iremos a Zenda! Le miré y tomé su mano. Ambos teníamos lágrimas en los ojos. Asaltábame una tentación terrible. Quería que Miguel, obligado a ello por , diese muerte al Rey.

José puso apresuradamente sobre la mesa numerosas botellas. ¡Acuérdese Vuestra Majestad de la ceremonia de mañana! dijo Tarlein. ¡Eso es, mañana! repitió el viejo Sarto. El Rey vació una copa a la salud de «su primo Rodolfocomo tenía la bondad de llamarme, y yo apuré otra en honor «del color de los Elsbergbrindis que le hizo reír mucho.

Apuesto a que el próximo Elsberg será rojo, por más que Miguel el Negro le haga las veces de padre... Di un salto hacia él cerrando los puños. No retrocedió una sola línea y siguió mirándome con expresión y sonrisa insolentes. ¡Vete, antes de que te haga pedazos! murmuré. Me había pagado con creces la alusión a la muerte de su madre. Lo que hizo después fue buena muestra de su increíble audacia.

Palabra del Dia

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