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Actualizado: 14 de junio de 2025
Presentación no tenía ojos más que para observar la presidencia, los diputados, y muy principalmente al que hablaba; las tribunas, los ujieres, el dosel, el retrato del rey; ni tenía alma más que para atender a aquellos indefinibles bullicios, propios de todo cuerpo deliberante, y que son como el aliento de la pasión que allí por tan diferentes órganos habla, del noble entusiasmo, del vil egoísmo; el sordo mugir de las mil ideas, siempre desacordes, que hierven dentro de ese cerebro calenturiento que se llama salón de sesiones.
Los seres incorpóreos, turba de magos, revolotean a través de la cámara y hacen flotar las cortinas del dosel, tan fantásticamente, tan tímidamente, por encima de tu párpado cerrado y franjeado, bajo el cual se esconde tu alma adormecida que sobre el piso, al pie del muro, sus sombras se levantan y descienden como una ronda de fantasmas. Querida niña, ¿no tienes miedo? ¿Por qué, y con qué sueñas?
Á la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor de los pasos del vigilante que se paseaba envuelto en los anchos pliegues de su capote, á lo largo del pórtico.
La sultana de la Andalucía se entregaba al sueño debajo de su espléndido dosel de estrellas. Dentro de su recinto, no obstante, velaba siempre el amor. Hasta el amanecer podían verse en sus estrechas y misteriosas encrucijadas algunos galanes que, como yo, yacían inmóviles, con la frente pegada a alguna reja.
Vió el pueblo bajo un dosel obscuro moteado de chispas y brillantes pavesas. El campanario ardía como un blandón enorme; la techumbre de la iglesia estallaba, dejando escapar chorros de llamas. Un hedor de quema se esparcía en el ambiente. El fulgor del incendio parecía contraerse y empalidecer ante la luz impasible del sol.
Salió del paseo y se metió en los sauzales del río: allí estaba más a gusto, más solo, y podía llevar a cabo su propósito sin dificultad, porque en aquel paraje no lucía el sol: arriba, el dosel tupido de los sauces llorones; delante, el río, desenvolviendo sus aguas turbias; detrás, la ciudad, con sus ronquidos de gigante.
Erguíase bajo el artístico dosel del Monte Tabor, sobre cuatro escalones, para que le viesen bien todos los del coro y se convencieran de que era su príncipe. Las cabezas de las dignidades sentadas a su lado estaban casi al nivel de sus pies. Podía pisarlos como víboras si osaban levantarse de nuevo, mordiéndole en sus más íntimos afectos.
Apenas si veía brillar confusamente sobre el tablado las labores de plata de los negros terciopelos, las armas de la Inquisición y del Rey bordadas sobre el morado dosel que exornaba los sitiales carmesíes, y, hacia el centro de la plaza, el oro del frontal color de sangre que prescribía la liturgia de aquel tremendo holocausto.
Aquel recuerdo le conmovió tan profundamente, que los más pequeños objetos, las herramientas de su oficio las barrenas largas y relucientes, el hacha de mango corto, los mazos de madera, la estufilla, el armario desvencijado, las vasijas de barro vidriado, la vieja imagen de San Miguel colgada de la pared, el antiguo lecho de dosel que se hallaba al fondo de la alcoba, el taburete, el baúl, la lámpara de mechero de cobre , todo se le reproducía en la memoria como una pintura animada, y las lágrimas asomaron a sus ojos.
Estos balcones tenían por dosel enormes guardapolvos; los tejados remataban en descomunales aleros, y, abajo, las amplias y voladas rejas terminaban en humildes cruces.
Palabra del Dia
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