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Y Amparito no pensaba esto mismo que suponía el antiguo novio, era algo parecido lo que expresaban sus miradas fieras y sus gestos desdeñosos para espantar a aquel moscardón molesto, que no la dejaba «ni a sol ni a sombra». ¿Y aún seguía allí, tieso como un poste, importunándola con sus miraditas? ¿No tenía bastante con tantos desdenes? Pues ahora verás.

Dios ha derribado mi soberbia con este golpe; mi engreimiento era insolentísimo, y han sido indispensables los desdenes de ese hombre para que sea yo todo lo humilde que debo. ¿Puedo estar más postrada ni más resignada?

Pero, si la memoria no me es infiel, has dicho muchas veces que no podían tomarse en serio sus pretensiones, y hasta se me figura que te tenían sin cuidado las torturas que le hacías sufrir con tus desdenes. Así es, tío mío; pero de entonces acá he cambiado de opinión, y esa constancia y esa abnegación de un amor sin esperanza me ha enternecido hasta tal punto que...

No cabía duda de que era él el pretendiente preferido, y era esto tan evidente que el pobre chico no sabía ni lo que le pasaba, y si le hubiesen obligado a decir lo que sentía, habría confesado que siete meses de desdenes no le habían atormentado tanto como aquellas dos veladas de favor.

De acuerdo con lo ya expuesto, el previsor y hábil Tiburcio lo preparó todo de la manera más conveniente, para que la partida de Morsamor no fuese con lágrimas humillantes y amargas, como nacidas de desdenes, sino con alegría, y hasta con cierto estrépito y alborozo según a un héroe y futuro conquistador correspondía y cuadraba.

Yo te ofrezco hoy un amor que debe purificarse y adquirir la apariencia, si no el ser de amor maternal. No le desdeñes con perversión soberbia, seducido por amor vicioso y lleno de liviandades. Hoy que te amo yo con amistad inmaculada, entiendo que te amo más que te he amado nunca y no hago sino pensar en tu dicha.

Y en aquel momento, al revolver aquella carta, después de tantos años, aquel turbio oleaje de penas abrumadoras, punzantes desdenes, ofensas terribles, negras ingratitudes, lágrimas solitarias y despreciados sacrificios, veía la infeliz levantarse en su corazón el amor a su marido, vivo siempre, fuerte, avasallador, resistiendo al olvido, al desdén, al insulto, al tiempo mismo y a la ausencia misma, viviendo sin esperanzas que le mantuvieran y le dieran savia, y por eso, inmortal como el alma.

Era, en fin, la tertulia una reunión donde se desahogaba el liberalismo inocente de unos revolucionarios que, en costumbres y preocupaciones, imitaban a sus enemigos, y a pesar de haber sufrido de la dinastía reinante toda clase de desdenes y persecuciones, mostrábanla una fidelidad canina, y siempre era para ellos Fernando VII el rey mal aconsejado, Cristina la augusta señora, e Isabel la inocente niña.

Sólo falta que vos me digáis si queréis casaros conmigo. Vuestra duda es impía, doña Clara: ignoro por qué habéis cambiado vuestros desdenes de anoche. Los ha cambiado este rizo. Pero ese rizo... Es mío. ¿Y no me diréis más? Luego; después de las bendiciones, á solas con vos.

SANCHO. ¡Bueno es venir a buscar Lo que en las mejillas tienes! ¿Son achaques o desdenes? ¡Albricias, ya los hallé! ELVIRA. ¿Dónde? SANCHO. En tu boca, a la he, Y con estremos de plata. ELVIRA. Desvíate. SANCHO. ¡Siempre ingrata A la lealtad de mi fe! ELVIRA. Sancho, estás muy atrevido. Dime : ¿qué más hicieras Si por ventura estuvieras En vísperas de marido? SANCHO. Eso, ¿cúya culpa ha sido?