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Actualizado: 14 de julio de 2025
Su pensamiento es dejarse morir de hambre. ¿Y qué puedo hacer? Venir a suplicarle. No oirá mi voz. Es la sola que oirá.... ¡No puede ser que le deje morir solo, como un can! ¡Yo no sé qué hacer! ¿Qué le dice su corazón? ¡Me dice tantas cosas encontradas! ¿Y ninguna grita más fuerte? ¡Ah, sí! ¿Por qué no obedece esa voz. ¡Temo el pecado!...
Estos místicos a la española, de un misticismo orgulloso y dominador, en vez de elevar los ojos al cielo para dejarse absorber por su grandeza, tiraban del cielo y lo hacían bajar hasta ellos, viendo en cada acto de su energía individual una chispa de la voluntad de Dios encarnada en sus personas.
Aquel vestido ha sido su vestido de novia; lo ha cosido y guarnecido ella misma, porque sabe cortar como pocas... Se habría puesto un vestido de seda, como convenía a la prometida del rico Felshammer, pero no había podido reunir la suma necesaria; y su orgullo no le había permitido dejarse ofrecer el traje de novia por su futuro esposo.
¡Entra, pues, maldito! exclamó su madre, empujándole con tanta violencia que su cabeza fue a dar contra la pared, y la sangre salió. Entonces el idiota se echó a reír a carcajadas, con una risa estúpida y convulsiva, enjugó su herida con sus largos cabellos, y fue a dejarse caer bajo la campana de una vasta chimenea.
Todo consistía en ser buen hijo, en dejarse guiar por ella, la que mejor le quería en el mundo... Ahora diputado y después, cuando volviera de Madrid, a casarse. No faltarían buenas muchachas, educadas con el temor de Dios, y además millonarias que se darían por contentas siendo su mujer. Rafael la atajó con una débil sonrisa.
Ana vivía ahora de una pasión; tenía un ídolo y era feliz entre sobresaltos nerviosos, punzadas de la carne enferma, miserias del barro humano de que, por su desgracia, estaba hecha. A veces leyendo se mareaba; no veía las letras, tenía que cerrar los ojos, inclinar la cabeza sobre las almohadas y dejarse desvanecer.
En cambio, los rebaños de cabras subían las escaleras tortuosas, con la agilidad de la costumbre, para dejarse vaciar las ubres en todas las mesetas. Los muelles de la Marinela atraían al capitán por su «color» de puerto mediterráneo.
Era preciso que atrapara aquella cosa brillante y animada. En un instante la pequeña criatura se deslizó con los pies y las manos y en seguida tendía una de aquéllas tratando de asir los rayos de luz. Pero los sutiles rayos no quisieron dejarse aferrar y la pequeña cabeza se alzó para ver de dónde venían.
El boticario, que tenía mucha gana de ir a la tertulia, aceptó las condiciones, y siempre que fue se dejó el libre pensamiento en su casa, aunque no pudo dejarse ni quiso cortarse su endiablada y taumatúrgica uña. Durante mucho tiempo fue doña Inés la única señora que en la tertulia había. Parecía aquello un club de caballeros con una señora presidenta.
Pues entonces, voy a decirle algo más: entre estas cartas, en las cuales casi se le acusa de traición, hay una de un amigo que lo conjura a no caer nuevamente en una debilidad que parece serle habitual: la de dejarse seducir por las mujeres, de dedicar una parte demasiado grande de su tiempo, a la galantería... Ese amigo que lo escribe como si ya supiera que en realidad una nueva aventura con otra mujer lo distrae del cumplimiento de su deber para con sus compañeros... ¿Por qué evita usted ahora mis miradas?
Palabra del Dia
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