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Actualizado: 14 de julio de 2025


Finalmente, que me dio el guano, o sean ocho mil reales, cogió su pagaré, y a vivir. Lo que yo le decía a usted observó doña Lupe casi sin poder hablar, con la alegría atravesada en la garganta . El tal Joaquinito Pez es una persona decente.

No se hable de eso, no merece la pena. Visita tenía principio para algunas semanas y postres para meses. Su esposo era un humilde empleado del Banco, pero de muy buena familia, pariente de títulos. Si Visita no se ingeniara ¿cómo se mantendría aquel decente pasar que era indispensable para continuar siendo parientes de la nobleza?

Pues esto: que o me caso o me muero. Has de ser mía ante Dios y los hombres. ¿No quieres ser honrada? Pues con el deseo de serlo y un nombre, ya está hecha la honradez. Me he propuesto hacer de ti una persona decente y lo serás, lo serás si quieres... Inclinose para coger los libros que se habían caído al suelo.

¡Qué mala es esta pájara! decía doña Desdémona , no sabe usted lo mala que es. Ha matado ya tres maridos... y de los hijos no hace caso. Si no fuera por el macho, que es, ahí donde usted lo ve, toda una persona decente, los pobrecitos se morirían de hambre.

Sin embargo, si hubiese conocido entonces la frase de un hombre célebre me la hubiera apropiado, y aseguro que hubiese exclamado en un soberbio arranque de misantropía: No lo que pasa en el corazón de un degradado, mas conozco el de una niña decente, y lo que veo me espanta. Pero como dicha frase me era totalmente desconocida, no pude servirme de ella para satisfacer a los manes de mi tía.

Es un hombre como otro cualquiera y se conformará con lo que le den. Susana, ¡un hombre como otro cualquiera! exclamé indignada. Entonces ¿no lo has visto? Ya lo creo que lo he visto, señorita, y hasta puedo afirmar que lo he oído. ¿Acaso le es permitido a ningún cristiano aporrear de ese modo la puerta de una casa decente? Con todo, enamoriscaos de él si queréis, que a ...

Tres mil francos mensuales: ¿qué podía hacer con esto una persona decente?... Deseoso de reducirle, estrechaba el cerco, interviniendo directamente en la administración de su casa para que doña Luisa no pudiera hacer donativos al hijo. En vano se había puesto en contacto con varios usureros de París, hablándoles de su propiedad más allá del Océano.

No había religión, orden ni autoridad, y... ¡claro! era imposible que una persona decente saliese a la calle sin que la pillería le diera que sentir. En época pasada, aunque no remota, el Mercado de Valencia tenía una leyenda, que corría como válida en todos sus establecimientos, donde jamás faltaban testigos dispuestos a dar fe de ella.

La ira se le desbordaba, y para contenerla volvió a la alcoba. Su mente acalorada revolvía estas ideas: «Salió lo que yo me temía... Si lo dije, si esta mujer nos había de dar al fin un disgusto... ¡Ay, qué ojo tengo! A no me entraba, no me entraba; y siempre lo dije: 'ni con Micaelas ni sin Micaelas, podremos hacer de una mujer mala una esposa decente'. Ahí está, ahí está, ahí la tienen.

Se sentía fuerte y con voluntad de obrar; impulsábalo a ello un instinto ciego, indefinido, y obedecía a él; era el comandante de campaña, el gaucho malo, enemigo de la justicia civil, del orden civil, del hombre decente, del sabio, del frac, de la ciudad, en una palabra. La destrucción de todo esto le estaba encomendada de lo alto, y no podía abandonar su misión.

Palabra del Dia

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