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Alto, alto, e non parareadme más, don apareador de lindezas; liso y llano e non tan alto de punto, non semejedes a saltador y surtidor de jardín que lanza agua alto, alto y se resuelve en nada. Empero esto aparte, dadme mercedes ya que os evité saltear murallas, e a riesgo de voltear os tengo aquí ni con tanto trabajo vuestro ni tanto apartamiento mío.

JARIFA. Al último remate De mi cansada vida, al postrer dejo, Cuando no es bien que trate De buscar medicina ni consejo, Como cisne me quejo. Fiero amor inhumano, Mi hermano adoro y quiero, Por imposibles muero. ABIND. ¡Jarifa! JARIFA. ¡Abindarráez! ABIND. ¡Hermana! JARIFA. ¡Hermano! ABIND. Dame esos brazos dichosos. JARIFA. Dadme vos los vuestros caros. ABIND. ¡Ay, ojos bellos y claros!

Sed bienvenido á nuestra ciudad y aceptad nuestros humildes respetos. Dadme desde luego vuestras órdenes, capitán ilustre, y decidme en qué puedo serviros, á vos y á vuestra gente.

Ramiro, entonces, con voz amenazadora y más fuerte, repitió: ¡Por el amor de Dios, dadme un poco de pan! Pero el desconocido, sujetando apenas la mula, contestó secamente: Mejor sería ir a ganalle con vuestros brazos. ¿Pensáis acaso que esa roñosa pereza borra crímenes y perjurios?

¿Y á dónde hemos llegado? No quiero ocultároslo. A mi casa de campo del río. Creo que esta casa es del conde mi señor, y que la pintó y la amuebló para vuestras bodas. Así es. ¿Y aquí queréis tenerme? ¿Y por qué no? Ocurrencia del diablo es. Dejadme bajar, que abren la portezuela. ¿En galán os tornáis, y en dama me convertís? dijo Quevedo. por cierto; dadme la mano para bajar.

Todos acudieron a ella. La niña, que continuaba sentada sobre las rodillas de Ricardo, se había ido poniendo pálida sin que nadie se hiciese cargo. Cuando don Mariano se fijó en ella, casualmente, estaba blanca como el papel. ¿Qué te pasa, hija mía? ¿Qué tienes, Martita? Me siento un poco mal. Dadme un vaso de agua. María corrió por ella.

No me atrevo a comprenderos, señor respondió el aya . Un favor, un honor semejante para una pobre sirvienta... Me habéis comprendido, Marta. Pues bien, hablaré claramente. ¿Queréis ser mi mujer y compartir mi fortuna? Dadme la mano y no agreguemos nada más. Marta puso su mano en la suya. Estáis conmovida, tembláis exclamó alegremente Mathys . Es natural, yo mismo tiemblo de alegría.

Pero siempre es una felicidad. Yo quisiera padecer. ¿Cómo, no padecéis? Padezco, el que no padezco; pero dadme licencia, veo á vuestros criados que adelantan con la mesa. Y traen dos servicios. ¿No habéis almorzado vos? No por cierto. Habéis hecho mal; con el estómago frío, la cabeza está débil y vaga y se pierde.

Añadió el cautivo capitan: "vosotros que deseais poseer los caballos, dadme licencia para hablar con los mios, sino, aunque no querrais, me irè, si me diere gana, y ayudaré á mis compañeros." Esta audacia se recibió con risa, y le contestaron: "estando cerca de 12 armados, ¿serás capaz de irte?"

La niña se levantó a su vez de la silla, fuese a la rinconera donde estaba el santo, y tomó de ella un librito que tenía por registro la hoja seca de una flor. Desplegó aquella página señalada, y, con voz lenta y dulce, leyó a la asombrada mujer: «Dadme, Señor, a comer el pan de mis lágrimas y a beber con abundancia el agua de mis lloros....»