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Actualizado: 2 de junio de 2025
Tal era el hombre que Roberto Vérod acusaba de haber muerto a la Condesa d'Arda. ¿Será este hombre capaz de haber cometido el asesinato? se preguntaba Ferpierre, y contra la opinión de Julia Pico, se contestaba: ¡Sí, es capaz! Pero ¿había realmente dado muerte a la desgraciada Condesa? La capacidad de distinguir, por sí sola, no valía nada.
Pero la certidumbre expresada por Goethe y afirmada después por la Condesa d'Arda ¿qué podía valer contra las persuasiones del instinto vital? ¿A cuántos impide amar nuevamente el saber que el nuevo amor terminará como el primero? La certidumbre de morir que se tiene ¿es acaso una razón para suicidarse?
La primera vez que nombraba al Conde Luis d'Arda lo hacía al hablar de poesía y de arte, y ese nombre volvía después con más frecuencia, siempre con motivo de libros y cosas literarias. Íntimo amigo de su padre, compañero de su juventud, el Conde era una de las rarísimas personas que frecuentaban la casa Abizzoni. La jovencita emitía a su respecto juicios muy favorables.
Ferpierre no podía rechazar a priori la idea de que Zakunine había vuelto a amar a Florencia d'Arda, aun después de haberla infligido tantos tormentos: en un espíritu como el suyo, inclinado a los extremos, obediente a solicitaciones contrarias, esa renovación sentimental era posible, especialmente desde que la Condesa amaba a Vérod.
Y sabía también que, no obstante que en apariencia la obra política del rebelde absorbía toda su actividad, todavía disponía de tiempo para llevar una existencia llena de aventuras galantes, pasando de un amor a otro, recompensando con el dolor del abandono y la traición a las desventuradas incapaces de resistir a sus seducciones. ¡Y por ese rebelde sanguinario, por ese indigno don Juan, se había dejado seducir la Condesa d'Arda!... Pero, en fin, ¿habría la Condesa querido morir, para no presenciar la ruina de sus sueños de amor fiel, o había sido asesinada por el Príncipe y la nihilista?
Vérod le contemplaba como fascinado, incapaz de contestarle una sola palabra, de ver claro en el tumulto de sentimientos que se desencadenaban en su alma. Tengo que decir a usted una cosa. Quería decirla al juez Ferpierre; pero he pensado que mejor era dirigirme primero a usted... Y después de una pausa, añadió: Óigame usted, Vérod: Florencia d'Arda no se mató. Yo la asesiné.
Ferpierre descubrió este motivo cuando leyó, entre otras cartas, algunas de negocios que el administrador de los bienes de la Condesa d'Arda le había escrito de Italia; en ellas se hablaba de letras del Príncipe, de cuentas que tenía que rendir, de sumas que se le habían enviado por conducto de banqueros.
Otra dificultad había, enteramente moral y más grave, la misma ante la cual se había detenido Ferpierre muchas veces: si la nihilista tenía conocimiento del amor de Florencia d'Arda por Vérod ¿cómo podía desear su mal? La rivalidad se explicaba en el caso de que la difunta hubiera tratado de detener al Príncipe a su lado: eso no había existido.
Ferpierre opinaba que si la narradora no hubiera sido feliz, si hubiera visto que se había engañado al casarse con el Conde d'Arda, lo habría confesado sincera, completamente; pero ya una vez había reconocido que sentía algo que no podía escribir, y sin duda no habría declarado redondamente su engaño, pudiendo creerse también que, en vez de velarlo habría preferido no escribir nada: el silencio habría sido entonces más elocuente.
Ferpierre, que lo había sabido todo por los diarios, le dijo: Tengo gusto en encontrar a usted. Su corazón no le engañaba: lo que usted sostuvo hasta lo último era verdad. Usted no tenía más auxiliar que su pasión, pero ésta le hizo ver con claridad completa. Florencia d'Arda no podía matarse, no podía morir voluntariamente dejándole tan triste ejemplo, sin una palabra de consuelo.
Palabra del Dia
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