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Actualizado: 4 de julio de 2025
Para Tarlein el triunfo de mi empresa significaba también el de su amor, su unión con la joven a quien adoraba, en tanto que para mí, era aquel triunfo señal cierta de sufrimientos más crueles que cuantos pudiera proporcionarme el fracaso de mis planes.
Como no habrá tiranos crueles e intolerantes, nadie podrá ganar la palma del martirio. Cada uno podrá predicar y difundir la doctrina que se le antoje, a sus anchas y sin peligro alguno. La supresión de los castigos largos y dolorosos impedirá que alguien se distinga por su resistente energía para sufrirlos: los Régulos y los Príncipes Constantes no podrán reaparecer.
Jamás se ha pronunciado esa palabra entre nosotros... Había yo creído, loca de mí, que el amor... los sentimientos de admiración apasionada y de entusiasta simpatía que él expresaba, lo conducirían a eso... Me escribió... y le respondí... Esta es la imprudencia que hoy expío con crueles agonías... más crueles de lo que usted puede pensar.
Rinconete y Cortadillo protestaban por su fama de ladrones. ¡Tan conocida era esta fama, que todos estaban ahora en guardia contra ellos, y ya no podían seguir robando a gusto!... La Gitanilla, hasta la Gitanilla se quejaba de su cervantino renombre, presumiendo de honrada y pudorosa... Y así, uno por uno, los personajes fueron exponiendo sus crueles y destempladas quejas.
Sintió de pronto todo el peso del insomnio y la inapetencia, toda la emoción deprimente de las sensaciones crueles experimentadas en las últimas horas. ¡Cuán desgraciados eran los dos!... Ella avanzaba con precaución, mirando á un lado y á otro, como el que presiente un peligro.
Usted lo acompañará necesariamente. Cuando me retiraba, me volvió a llamar: No tema usted por Luciana; no le diré nada desagradable, aunque retiraré mi cabeza de entre sus manos crueles. Hasta muy pronto, hija mía. En el jardín seguía el señor Lautrec afilando lápices a Luciana, que ya no dibujaba. La de Grevillois, en la ventana, clavaba asiduamente la aguja en el cañamazo.
Esa misma tarde salimos de casa, instalándonos en la única que pudimos hallar con tanta premura, una vieja quinta de los alrededores. Una hermana de mamá, que había tenido viruela en su niñez, quedó al lado de Inés. Seguramente en los primeros días mamá pasó crueles angustias por sus hijos que habían besado a la virolenta.
Las palabras de «madre falsa, ladrona de herencias» llegaron a sus oídos y la hicieron estremecer. Sus enemigos estaban hablando del secreto cuyo conocimiento ella perseguía al precio de las más sangrientas humillaciones y los más crueles sufrimientos. Impresionada hasta el punto de que casi le faltaban las fuerzas, apoyó la mano en la pared y se deslizó hasta la puerta.
¿Es cierto lo que dices? ¿No te acusa la conciencia de la menor falta? ¿Cómo he de declararme impecable? Paco, sí; la conciencia me acusa, pero no me atormenta; dame la carta: acabemos. ¡Qué interrogatorio! ¡Qué dilaciones crueles! ¿Has venido a matarme? No, Beatriz. Díme, sin embargo, ¿de qué te acusa la conciencia? Soy vanidosa, lo confieso.
Por fin se había convencido de que era un hombre; ya no sentía crueles dudas y sonreía satisfecho al recordar el aspecto del mocetón cayendo de rodillas y chorreando sangre. ¡Granuja!... ¡Hablar tan libremente de su novia! No; no quería arreglos con él. Al dar la vuelta a la llave oyó que le llamaban: ¡Menut! ¡Menut! Era Tono, que salía de detrás de una esquina. Mejor: le esperaba.
Palabra del Dia
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