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Actualizado: 18 de mayo de 2025


¡No! murmuró en un rugido el xeque; ¡la muerte fuera tu perdon! ¡más te valiera, infame, no haber nacido! Y despiadado, brutal, del suelo la levantó, con ella al corcel saltó, partió como el vendaval; sin ladridos la jauría fué tras su fiero señor, y á poco el postrer rumor en la noche se perdia.

El soberano de León, muchos años antes, le había comprado un bello corcel árabe, obligándose á pagar el doble del precio por cada día que retardase la entrega.

Demostraba el jinete escasa maestría hípica: inclinado sobre el arzón, con las piernas encogidas y a dos dedos de salir despedido por las orejas, leíase en su rostro tanto miedo al cuartago como si fuese algún corcel indómito rebosando fiereza y bríos.

Habiendo escapado difícilmente con vida del campo de batalla, el capitán espoleó su corcel y se encaminó a su hogar, seguido muy de cerca por algunos soldados de Cromwell. Su esposa, dama de gran valor, tuvo apenas tiempo de esconderlo en la cámara secreta antes de que llegara el enemigo a registrar la casa. Sin acobardarse mucho, ella misma les ayudó y personalmente los guió por toda la mansión.

Al dar las diez de la mañana de uno de los primeros días de mayo del año 1838, se abrió la puerta cochera de un pequeño palacio de la calle de los Maturinos para dar paso a un joven montado en magnífico corcel de pura raza inglesa. Tras él y a la debida distancia salió un criado vestido de negro y montado también en un caballo de pura sangre, pero visiblemente inferior al primero.

Inmediatamente salió el barón de Morel de su tienda y se dirigió al galope hacia el balconcillo regio, ante el cual detuvo súbitamente al fogoso corcel con tal fuerza que lo hizo retroceder y alzarse de manos, á tiempo que el jinete saludaba profundamente. Llevaba el barón brillante armadura blanca, escudo blasonado y yelmo con largo y airoso penacho de plumas también blancas.

No hay joven poeta que no haya soñado alguna vez con enamorar a una monja y escalar las tapias de su convento en una noche de luna, tenerla entre sus brazos desmayada, bajarla por una escala de seda, montar con ella en brioso corcel y partir raudos como un relámpago al través de los campos, a gozar de su amor en lugar seguro.

Frente a mi línea de batalla, cabalgando en un corcel blanco en actitud de galopar, con elástico y pluma, sable desenvainado, yo había colocado a mi general. A su turno, Alejandro, sirviéndose de un soldadito roto, había puesto el suyo al frente de su línea y para provocarme me decía: ¡Este es don Justo, mi patrón!

Y si las circunstancias rodaban de tal suerte que fuese imposible en tres o cuatro días gozar una hora de soledad, su espíritu voluntarioso se exaltaba, botaba dentro del cuerpo como un corcel impaciente, y estaba dispuesta a arrojarse a la mayor imprudencia. Luis temblaba, empalidecía, siempre en espera de una catástrofe.

El viejo navío, como un corcel espantado, se negaba a obedecer; el viento y el mar, que corrían con impetuosa furia de Sur a Norte, lo arrastraban, sin que la ciencia náutica pudiese nada para impedirlo. No tardamos en rebasar de la bahía. A nuestra derecha quedó bien pronto Rota, Punta Candor, Punta de Meca, Regla y Chipiona.

Palabra del Dia

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