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Los dos esposos, instalados en su lindo palacio de la calle de los Maturinos, no observaban en medio de su arrulladora conversación de recién casados, que el día avanzaba a pasos agigantados. Oye, Amaury dijo de pronto Antoñita. Tenemos que marcharnos; ya son cerca de las doce y mi tío nos aguarda. Ya no les aguarda, señorita dijo a su espalda la voz de José.

Adiós, nuestro buen padre contestaron los jóvenes. ¡Amaury exclamó Antoñita, en tanto que José cerraba la portezuela, acuérdese de los martes, jueves y sábados! Y dirigiéndose al cochero, le dijo: Calle de Angulema. Calle de Maturinos dijo Amaury al suyo. Y yo murmuró el doctor, después de haberlos visto alejarse, y yo al sepulcro de mi hija.

Al otro día hízose anunciar en casa de su tutor, como si hubiera sido un extraño, y esforzándose por aparecer sereno, participole con firmeza desmentida a las claras por sus húmedos ojos, que había alquilado un pequeño palacio en la calle de los Maturinos y que su visita era ya de despedida.

Al dar las diez de la mañana de uno de los primeros días de mayo del año 1838, se abrió la puerta cochera de un pequeño palacio de la calle de los Maturinos para dar paso a un joven montado en magnífico corcel de pura raza inglesa. Tras él y a la debida distancia salió un criado vestido de negro y montado también en un caballo de pura sangre, pero visiblemente inferior al primero.