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¡Ea, dejarme ya de Soleá! exclamó el guapo riendo. ¿Me van á dar ustedes jaqueca toda la noche? ¿No hay otra conversación más entretenida? Me hartaba esa niña... Un día ú otro tenía que suceder... Sucedió... ¿Qué le vamos á hacer?... Precisamente en este momento me están apeteciendo unas lonjitas de jamón. ¿Echamos un solo y las jugamos?... ¡Eh, niño! tráete una baraja... El Carnaval.

Cuando el señor Laubepin acababa de rendirse á mismo este honorífico testimonio, una vieja criada vino á anunciarnos que la comida estaba servida. Tuve entonces el placer de conducir al comedor á la señora de Laubepin. Durante la comida la conversación se arrastró en los más insignificantes asuntos.

Al subsiguiente de esta conversación emprendí la caminata con Neluco, los dos solos y a caballo: yo en el de siempre, bien repuesto ya de sus últimas fatigas, y él en otro rocinejo por el estilo, que era de su propiedad y tenía la costumbre, como caballo de médico, de pararse delante de todas las viviendas que hallaba al paso.

Recorté los sueltos más calurosos y los guardé en un sobre para dárselos a Gloria aquella noche. ¡Qué ajeno estaba, cuando los metía en el bolsillo, de lo que iba a suceder! Durante el almuerzo, la conversación, claro está, versó sobre la velada.

En cuanto a la segunda, tenía demasiado orgullo para no despreciar el odio de una sirviente envidiosa, por más que no lo sospechase. Pero su situación en aquel instante era crítica. No podía entrar en la sala sin dar a conocer a su tío que había oído la conversación: esto le avergonzaba y avergonzaría aún más al cura.

Se mostró ante los ojos húmedos de Timoteo, no con la apariencia desagradable que hasta entonces se había visto precisada a adoptar, sino como lo que era en realidad, un tesoro de indulgencia y generosidad. Media hora de conversación íntima bastó para que Timoteo se viese tratado con la confianza y cariño de un hijo mimado.

Ni extrañará nadie que un chico guapo, poseedor del arte de agradar y del arte de vestir, hijo único de padres ricos, inteligente, instruido, de frase seductora en la conversación, pronto en las respuestas, agudo y ocurrente en los juicios, un chico, en fin, al cual se le podría poner el rótulo social de brillante, considerara ocioso y hasta ridículo el meterse a averiguar si hubo o no un idioma único primitivo, si el Egipto fue una colonia bracmánica, si la China es absolutamente independiente de tal o cual civilización asiática, con otras cosas que años atrás le quitaban el sueño, pero que ya le tenían sin cuidado, mayormente si pensaba que lo que él no averiguase otro lo averiguaría... «Y por último decía pongamos que no se averigüe nunca. ¿Y qué...?». El mundo tangible y gustable le seducía más que los incompletos conocimientos de vida que se vislumbran en el fugaz resplandor de las ideas sacadas a la fuerza, chispas obtenidas en nuestro cerebro por la percusión de la voluntad, que es lo que constituye el estudio.

Al escuchar atentamente una conversacion animada en catalan, se cree asistir á un diálogo de hombres de todas las naciones.

Viose entonces claro como nunca la funesta influencia que ejerce en una sociedad entera una de esas reinas de la moda que comienzan escotando los trajes y acaban escotando las costumbres; que empiezan imponiendo el yugo de sus elegantes extravagancias y terminan imponiendo el de sus desvergonzados vicios; que familiarizan con el escándalo y lo hacen tolerable y de buen tono hasta a los ojos de las personas virtuosas, que llegan a contemplar sin extrañeza, sin rubor y sin protesta, espectáculos como el que ofrecía Currita haciendo los honores de su casa con distinción elegantísima, en compañía del marqués de Sabadell, mientras sus hijos yacían olvidados, cada cual en un colegio, y Villamelón, reblandecido ya casi por completo, jugaba al bésigue o al tresillo con las celebridades del momento, o tentaba la paciencia de sus tertulianos encerrado, como en un círculo vicioso, en sus ordinarios tópicos de conversación: el combate terro-naval de Cabo Negro, los prodigios de su cocinero, los adelantos de su fotografía, las ventajas de la incubación artificial de los huevos de gallina, o las extrañas peripecias del doctor Tanner y el italiano Succi, que, con gran pasmo suyo, parecían haber resuelto el problema, para él horripilante e incomprensible, de vivir sin comer.

Esto llevó la conversacion al pueblo de Isagani, rodeado de bosques y situado á orillas del mar que ruge al pié de las elevadas rocas.