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En el entreacto Jacques, a quien un trabajo urgente llamaba a casa, se retiró, seguido del vizconde, que se fue al círculo a jugar su indispensable partida de bésigue. La señora de Aymaret debía acompañar a Beatriz a su domicilio al concluir el espectáculo.

Viose entonces claro como nunca la funesta influencia que ejerce en una sociedad entera una de esas reinas de la moda que comienzan escotando los trajes y acaban escotando las costumbres; que empiezan imponiendo el yugo de sus elegantes extravagancias y terminan imponiendo el de sus desvergonzados vicios; que familiarizan con el escándalo y lo hacen tolerable y de buen tono hasta a los ojos de las personas virtuosas, que llegan a contemplar sin extrañeza, sin rubor y sin protesta, espectáculos como el que ofrecía Currita haciendo los honores de su casa con distinción elegantísima, en compañía del marqués de Sabadell, mientras sus hijos yacían olvidados, cada cual en un colegio, y Villamelón, reblandecido ya casi por completo, jugaba al bésigue o al tresillo con las celebridades del momento, o tentaba la paciencia de sus tertulianos encerrado, como en un círculo vicioso, en sus ordinarios tópicos de conversación: el combate terro-naval de Cabo Negro, los prodigios de su cocinero, los adelantos de su fotografía, las ventajas de la incubación artificial de los huevos de gallina, o las extrañas peripecias del doctor Tanner y el italiano Succi, que, con gran pasmo suyo, parecían haber resuelto el problema, para él horripilante e incomprensible, de vivir sin comer.