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Actualizado: 11 de junio de 2025
Era curioso observar la lucha que dentro de aquel hombre sostenían el entendimiento y el corazón. El primero le aconsejaba no apartarse de la de Enríquez, no mirar a la condesita; el segundo le exigía adorarla de rodillas, como siempre. Una noche, y tomando café en la Británica, me dio una sorpresa. Estábamos los dos solos frente a la mesa. Notábale distraído, preocupado, pero no triste.
Le hablaba con singular agrado y, aun delante del duque, le prodigaba atenciones que hubieran parecido mal a cualquier novio menos aturdido que éste. El comandante quería mostrarse insensible a este dulce reclamo, pero no podía. Veíasele rojo, tembloroso, cada vez que la condesita le llamaba para decirle algo.
Pero hacía ya algunos días que, desengañado tal vez, o por ventura para hacerse interesante, se dedicaba a una de las de Enríquez, que, con ser amiga y parienta de la condesita, le había recibido con los brazos abiertos. Entonces observé que ésta procuraba atraérselo de nuevo, prodigándole aquellas sonrisas cándidas y bellas de querubín con que le había enloquecido a él y a otros muchos.
Y con cierta complacencia, que me molestó, contome algunos pormenores recientes de los amores de Villa. Al parecer, éste había escrito últimamente una carta a la condesita suplicándole le desengañase de una vez. En vez de hacerlo, ella le había respondido de un modo ambiguo y artificioso.
Un día, en cierta excursión de campo, bebiendo por el mismo vaso que la dama acababa de dejar, le dio la vuelta para poner los labios donde ella los posara. La condesita lo advirtió y le dirigió una sonrisa muy significativa.
Si hubiera tenido el espíritu sereno, podía comprender que las mujeres gozan interviniendo en las intrigas amorosas y desempeñan su papel con mucha seriedad. Vi que se acercaba al piano y comenzaba a teclear distraídamente. Agitado y convulso, me aproximé también. Prepárese usted a recibir una noticia importante dijo la condesita, sin mirarme y con acento grave y misterioso.
Costábame trabajo sustraerme a sus importunidades, aunque le agradecía el interés que tomaba por mis asuntos. Creía hallarse enamorado de la condesita. Pronto comprendí que estaba en un error. El duque se casaba por hacer el hombre formal. Su novia le preocupaba menos que las dos jacas francesas que le habían llegado recientemente.
La correspondencia entre ella y su antigua discípula se había ido acabando poco a poco, pues la una temía preguntar y la otra responder. Pronto la pluma se había caído de los dedos helados de la condesita, y el silencio se había producido.
Decíame que la partida de campo se haría mañana. Como tenía muchas cosas que decirme, esperaba que fuese aquella noche a comer a su casa. Según costumbre, el conde comió fuera de ella. Lo hicimos solos Isabel, la tía Etelvina y yo. En verdad que, con las muchas y graves noticias que la condesita me comunicó, no hice más que picar de los platos, sin comer realmente de ninguno.
Al día siguiente me enteré de la hora a que llegaba el tren de Cádiz, y fui a esperar al conde y a la condesita del Padul, prometiéndomelas muy felices. Era la hora de oscurecer. En el andén estaban Pepita Anguita y otras cuatro amigas de Isabel. Dos de ellas eran las de Enríquez, a quienes ya conocía de vista.
Palabra del Dia
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