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Actualizado: 16 de junio de 2025
Al día tercero después de la llegada de D. Fadrique, su hermano D. José y su familia se volvieron á la ciudad; y entonces, con más reposo, pudo entregarse el Comendador á otro placer no menos grato: el de visitar y recordar los sitios más queridos y frecuentados de su niñez, y aquéllos en que le había ocurrido algo memorable.
Aguardando, pues, una revelación importante, quiso tomar aliento haciendo una pausa, y trató de solemnizar la revelación yendo á una alacena, que no estaba lejos, y sacando de ella una limeta de vino y dos cañas, que puso sobre la mesa, llenándolas hasta el borde. Este vino no tiene aguardiente, ni botica, ni composición de ninguna clase dijo el padre al Comendador. Es puro, limpio y sin mácula.
Esta carta inocente, tan propia de una niña de diez y seis años, discreta y educada con devoción y recogimiento, gustó mucho al Comendador; pero también le dió no poco que pensar. No entraremos nosotros en el fondo de su alma á escudriñar sus pensamientos, y nos limitaremos á decir que tomó tres resoluciones, de resultas de aquella lectura.
Se convino, por último, en que, á pesar de la gravedad de la situación, no era ninguna salida de tono, ni tenía una inoportunidad cómica ó censurable, que el P. Jacinto llevase á Clarita la corza y se la regalara. Al volver aquella noche á la ciudad, el Comendador tuvo que sufrir un ínterrogatorio en regla de su sobrina, que era la muchacha más curiosa y preguntona de toda la comarca.
Alégrate sólo y no estés envidiosa respondió el Comendador; tú hallarás también un hombre que te merezca, que te ame y á quien ames tú con toda la energía de tu corazón. No, tío, no me amará replicó Lucía. Yo soy muy desgraciada. Y Lucía suspiró de nuevo. El Comendador, á la dulce y escasa luz de los astros, vió entonces que corrían dos hermosas lágrimas por las mejillas de Lucía.
Una estrella de la política francesa, que alboreaba justamente en el ocaso de ésta española, trazó en pocos rasgos, con alguna pasión y poca exactitud, juicio que agregar al de los coetáneos lord Cecil, de Inglaterra; Villeroy, de Francia; el Conde de Miranda y el Comendador mayor de León, de España.
La gente murmuraba que el comendador había empleado su sangre para mágicos bebedizos. Don Príamo quería volver a la juventud: ansiaba reanimar con fuego vital sus fuerzas pasionales.
Por medio, pues, de Lucía penetraba aún el Comendador en el espíritu de aquel ser querido y comunicaba algo con él. Las nuevas que Lucía le daba eran en substancia siempre las mismas, si bien más inquietantes cada vez.
Y se queda un poco satisfecha, pensando que lo hace por obligación. ¿Qué va a hacer una señora bonita, rica, y que además tiene que presentarse todos los días ante los reyes? Porque su marido es comendador mayor y contador mayor de los Reyes Católicos. Ella se llama doña Teresa Enríquez y él don Gutierre de Cárdenas.
El Comendador, á pesar de sus distracciones, miró á Doña Clara con extraordinaria curiosidad. Era una niña de poco más de diez y seis años. El color de su rostro, de un moreno limpio, teñido en las mejillas y en los labios del más fresco carmín. La tez parecía tan suave, delicada y transparente, que al través de ella se imaginaba ver circular la sangre por las venas azules.
Palabra del Dia
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