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Actualizado: 27 de mayo de 2025


Las señoras refugiábanse en los portales, empinándose sobre las puntas de los pies para ver mejor; los maridos cogían a sus pequeñuelos por los sobacos y los sostenían a pulso para que contemplasen las últimas contorsiones de los monigotes. Aún era de día y ya se impacientaba la muchedumbre. ¡Fueeego...! ¡fueeego...! gritaban a coro los de la blusa blanca.

Y no sin razón nos auxiliaron, porque salieron ganando en todo. «Antes, como dice Gomara, pechaban el tercio de lo que cogían y si no pagaban eran reducidos á la esclavitud ó sacrificados á los ídolos; servían como bestias de carga y no había año en que no muriesen sacrificados á millares por sus fanáticos sacerdotes». Después de la conquista, añade Gomara, «son señores de lo que tienen con tanta libertad que les daña.

Y tras éstas aparecían la Clavellina, la Cortezona, la Pote, la Pelela y las Chirrinas. Estas eran las más guapas, y tenían fama de hábiles para traer a casa buen botín. Payo que cogían, lo jonjababan en un momento.

Nosotros mismos, los vascos, estábamos furiosos. Sabíamos cómo las gastaban los ingleses. Cuando cogían algún negrero, solían ahorcar al capitán y vendían los negros por su cuenta; si el barco era sospechoso de piratería, se quedaban con la presa. Así trabajaban por la humanidad y por el bolsillo. A nosotros podían acusarnos de negreros y de piratas.

Al salir cogían aparte a Sabel, y si el capellán no estuviese tan distraído con su rebelde alumno, vería algún trozo de tocino, pan o lacón rápidamente escondido en un justillo, o algún chorizo cortado con prontitud de las ristras pendientes en la chimenea, que no menos velozmente pasaba a las faltriqueras.

Pero al llegar a casa y sentir en el cuello los brazos de su madre, de Carmen y hasta de su hermana, así como el contacto de todos los sobrinillos, que se cogían a sus piernas, el espada sintió desvanecerse esta tristeza. «¡Mardita sea!...» Lo importante era vivir; que la familia permaneciese tranquila; ganar el dinero del público como otros toreros, sin audacias que un día u otro conducen a la muerte.

Y a Cervantes se le iba el pensamiento sin poderlo remediar a doña Guiomar, o, por decirlo mejor, se le estaba en ella; porque ni un punto de ella se había olvidado, como no fuese en aquellos momentos en que otra cosa no vio, ni para más vivió que para Margarita; y ahogábase ya, aunque lo disimulaba Cervantes, porque la ausencia de doña Guiomar se hacía tan larga, que ocasión daba a toda suposición de los recelosos y abultadores celos, y la ira y el espanto le cogían el corazón, e inquieto se hallaba, y a no mediar miramientos, a buscar hubiérase ido a la hermosísima indiana; que entonces, a causa de sus celos y de las emponzoñadas imaginaciones que por ellos en la turbada mente revolvía, parecíale más y más hermosa, y espantábase, porque veía que, si en vez de estar ausente doña Guiomar, lo hubiese estado Margarita, conturbádose hubiera de igual modo y de igual manera enojado e irritado, y no sabía explicarse por qué extraña, y para él no conocida razón, enamorado y en igual o casi igual término de empeño por dos mujeres encontraba; y no sabía cómo de aquella dificultad había de salir; que él con las dos no podía casarse, ni hacer desmerecer en su alma a la una por la otra, con la una casándose y teniendo a la otra por amiga; que ambas eran altivas y honradas, y si la virtud había faltado un punto a Margarita, culpa del amor que enloquece había sido, y a punto doña Guiomar había estado de olvidarse de su virtud por su amor, lo que nada implicaba para que ellas estimasen su honra de una igual manera; que la mujer que ama y, por el amor, de su honra se olvida, no cree que su honra ha perdido, sino que en depósito la ha dado al señor de su alma, y en obligación le considera de restaurarla en su honra, haciéndola suya, su esposa y compañera.

Las saludó profundamente y preguntó: ¿La señorita de Ohando? Soy yo. Traigo una carta para usted de su hermano. Catalina palideció y le temblaron las manos de la emoción. La superiora, una mujer gruesa, de color de marfil, con los ojos grandes y obscuros como dos manchas negras que le cogían la mitad de la cara, y varios lunares en la barbilla, preguntó: ¿Qué pasa? ¿Qué dice ese papel?

Un corregidor del Perú, llamado Quiros ó Quiroga, cuenta en suma en su relacion, que siendo de diez años, estando en Amberes, se embarcó en un navio, y que caminando por las costas de Magallanes, mucho antes del Estrecho, y metiéndose con la lancha por un riacho, saltando á tierra, dieron con él, el piloto, y todos los de la lancha, unos hombres que los llevaron por tierra, y que llegaron á una gran laguna; que allí los metieron en una embarcacion, y aportaron á una isla en medio de ella, en donde habia una gran ciudad é iglesia, donde estuvieron tres dias; que no entendian la lengua; y que al partir les dieron dos cajoncitos de perlas, que se cogian en aquella laguna.

Acaesció que llegando a un lugar que llaman Almorox, al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le dió un racimo dellas en limosna. Y como suelen ir los cestos maltratados, y también porque la uva en aquel tiempo está muy madura, desgranábasele el racimo en la mano. Para echarlo en el fardel tornábase mosto y lo que a él se llegaba.

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