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Si la dama le miraba fijamente, sus mejillas se encendían. Clementina no podía menos de sonreír ante esta inocente alborada de amor. Gozaba con ella llena de curiosidad, alegre de sentirse aún bastante hermosa para inspirar a un niño tan rendida pasión.

Pues aunque Clementina desee mi muerte, yo la quiero lo mismo, con todo mi corazón. Para ella será cuanto tengo. El duque salió de la estancia furioso, bufando como un toro con banderillas de fuego, o como un actor a quien acaban de propinar una silba. D.ª Carmen permaneció inmóvil largo rato, en la misma postura que la había dejado, con los ojos clavados en el vacío.

Saludóle aquélla con tanto afecto, que Castro, cada vez más inquieto, volvió a dirigirle una larga e intensa mirada de análisis. Por espacio de algunos días el joven entomólogo esperó con zozobra que Clementina se detuviese a la puerta de su casa y subiera a cumplir la promesa. Sus esperanzas quedaron defraudadas.

Pues yo encuentro a la Tosti bastante ordinaria, ¿no le parece a usted, Clementina? Esta corroboró la especie. No diga usted eso, marquesa; el que una mujer sea alta y gruesa no indica que sea ordinaria, si tiene arrogancia en el porte y distinción en las maneras se apresuró a decir el general, echando al mismo tiempo una miradita a la señora de Calderón.

Entonces era cuando Raimundo recobraba un poco de libertad y osaba mirar a la diosa cara a cara. Clementina le embromaba a menudo por sus aficiones científicas, entraba en su despacho y dejaba esparcidos por la mesa o por el suelo los cartones de las mariposas. Esto, que si otra persona lo ejecutase produciría en la casa una catástrofe, hacía reir al joven naturalista.

Ni la más insignificante enseña de nobleza; ni el más pequeño de; nada de Pontournant; Roussel á secas; ¡el bello Roussel! y aun, para los íntimos, ¡Roussel el menor! Y él se reía de eso; ¡horror! Á Clementina ese olvido no le hacía gracia ninguna.

El despecho de ésta se manifestó llamando a Ramoncito, que se mantenía un poco alejado. Y usted, Ramón, ¿por qué no se queda? ¿Come usted también en casa de tía Clementina? No: yo no.... Pues quédese usted, hombre. Ya procuraremos que no se aburra. ¡Yo aburrirme al lado de usted! exclamó el concejal, casi desfallecido de placer. Nada, nada: definitivamente se queda ¿verdad?

Después de haber llorado al difunto lo que pedían las conveniencias, Fortunato y Clementina tuvieron una entrevista con el notario, el cual, al ilustrarles sobre las intenciones de su tío, les procuró una sorpresa que no era precisamente en los dos de la misma naturaleza.

Y echando una rápida mirada hacia fuera para cerciorarse de que no los observaban, se apoderó de sus manos, y le dijo caldeándole con su aliento las mejillas: ; te quiero, te quiero más de lo que te puedes imaginar. Ven mañana a las tres a casa. Clementina no contaba con la femenil impresionabilidad de su adorador.

La tuvieron. Sin duda alguna, la merecían; pero, como hacía observar Roussel á la joven pareja con sonriente filosofía, nadie es tratado en la vida según sus méritos. Una nueva Clementina, aquella á quien sólo Herminia había conocido hasta su boda con Mauricio, se reveló á Fortunato.