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Era todo el talento de Pepe Castro en el orden moral. Los demás que poseía referíanse enteramente al físico. Se habían disipado las nubes que cubrían la frente de Clementina. Mostróse locuaz y risueña. Fué pródiga de caricias con su amante en la hora que con él estuvo.

Sin duda ha estado usted enfermo, porque hace quince días que no sabemos de usted. Dispénseme usted, señorita, pero no he estado enfermo. ¡Ah! exclamó Clementina con severidad amenazadora. Entonces habrá usted estado ausente. No, señorita; he estado en Montretout.... ¿Tan cerca?, dijo expresando una áspera ironía. Entonces, ¿qué le ha impedido á usted venir?

Me parece que su amiguito Pepe Castro no es de los que se muerden la lengua para echar por el suelo una honra. Clementina, hasta ahora no le he cogido tras de ninguna mentira. Todo Madrid sabe que es hombre de mucha suerte con las mujeres. ¡No por qué! replicó con un mohín de desdén la dama.

Antes de subir a vestirse, Clementina dió una vuelta por el comedor: contempló la mesa con detenimiento y ordenó algunos cambios en los canastillos de frutos que sobre ella habían colocado.

Clementina escuchólo con mal refrenada alegría y le metió los dedos en la boca hasta que la pánfila señora de Calderón desembuchó lo que tenía dentro y pudo convencerse de que Tomás ardía en amores por ella.

Daba vueltas a unas mismas ideas, vulgarísimas todas, supliendo la fuerza y el peso de que carecían con lo vivo y exagerado de los ademanes. Raimundo no la escuchaba. Al cabo de unos momentos se levantó bruscamente, se enjugó las lágrimas y salió de la estancia sin decir palabra. Clementina le miró alejarse con sorpresa. Te aguardo le gritó cuando ya estaba en el pasillo.

¡Y bien!, continuó Clementina, ¿no responde usted? ¿Qué le sucede? ¡Parece usted estupefacto! Mauricio lo estaba, en efecto. El exordio lleno de precauciones de Clementina le había hecho inundarse en sudor frío, porque había previsto complicaciones horribles. Pero la exposición de aquellas pretensiones, después de un miedo tal, le parecía de una moderación absoluta.

La cabalgata se alejaba más de prisa de lo que hubiera deseado, entre una nube de polvo, y sobre las piedras del camino se encontraba caído un joven, sin conocimiento y con la frente ensangrentada y el bastón, roto en dos pedazos, cerca de él. Clementina tenía un genio resuelto, probado en muchas circunstancias.

Pero no abuse usted de mi benignidad para volver á las andadas, porque en ese caso, no seré ya tan indulgente, ¡Mis recuerdos á Clementina! Subió, y el coche partió al trote de un caballo que podía correr diez y ocho kilómetros por hora.

No había sido aún ministro, pero se contaba que lo fuese en plazo muy breve. Clementina había rechazado repetidas veces sus instancias. Raimundo lo sabía y estaba orgulloso de este triunfo. Sin embargo, no podía arrancar de cierta inquietud cada vez que le veía hablando con ella como en este momento.