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Le tomó la mano, le atrajo hacia ella en un canapé y exclamó, con los ojos brillantes de alegría: ¡Pobre joven! cuénteme usted eso. Mauricio contó lo que había convenido con Roussel y pudo comprender en la triunfante exaltación de Clementina hasta qué punto su padrino le había dicho la verdad.

La baronesa de Rag, una belga de pelo castaño y ojos claros, bastante gruesa, preguntaba a Osorio los nombres de los objetos que había sobre la mesa. Hacía poco tiempo que estaba en España y apetecía con ansiedad conocer el castellano. Clementina y el barón hablaban en francés.

Roussel lo veía claramente y se conmovió. Su conciencia se había sublevado al oir á Clementina y le advirtió de que la mitad de las acusaciones que ésta le dirigía, eran ciertamente merecidas. Le había faltado paciencia: había desconocido la voluntad suprema del tío Guichard é infligido una cruel afrenta á la mujer que le estaba destinada.

No; porque ha servido para demostrar que no podías olvidarme. ¡Eres un insolente! Y eres adorable. Clementina se había avalanzado hacia él con la cara descompuesta, los ojos inflamados y la mano amenazadora. Fortunato permanecía impasible y sonriente. La solterona le miró un instante con extravío, preguntándose si no era juguete de una pesadilla.

Es loable la corrección en los modales y la medida en las palabras; pero exageradas producen la frialdad tediosa que nuestros diplomáticos observan en los salones extranjeros. Clementina exageraba un poco su afición a las palabras y a los gestos flamencos.

En vez de pasar la vida en su cuarto, no sabía salir del de su madrastra a quien llamaba mamá, con un gozo, con un fuego, con una pronunciación tan decidida, como sólo se observa en los devotos sinceros al dirigirse a la Virgen. Devoción podía llamarse también lo que Clementina sentía por la esposa de su padre.

Osorio la esperaba, en efecto, en el saloncito de arriba contiguo a su boudoir. Estaba sentado negligentemente en una butaca; pero al ver a su esposa se levantó, dejando caer previamente en la escupidera la punta del cigarro que fumaba. Clementina observó que estaba algo más pálido que de costumbre.

Antes de oscurecer, porque el relente de la noche no le convenía a la duquesa y Clementina necesitaba ir temprano a su casa, dieron orden al cochero de retirarse. Era sábado, día de comida y tresillo en el hotel de Osorio.

¿Qué es eso? ¿qué pasa aquí? preguntó con torpe lengua. Y al ver a su hija dió un paso atrás y todo su cuerpo se estremeció. Esta mujer, que después de pedir que te declaren loco viene a insultarme gritó Amparo con voz chillona de rabanera colérica. Papá, no hagas caso dijo Clementina yendo hacía él.

Esta señora, extremadamente delicada de salud desde su matrimonio, había cedido o, por mejor decir, había ella misma propuesto que la hija de su marido viniese a habitar la misma casa. Clementina se educó, pues, aquí y fué amada de la esposa de su padre como una verdadera hija. Ella la quiso y la respetó también como a una madre.