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Ya te daré una lección larga sobre el tole tole con que debes tratarla, una mezcla hábil de sumisión e independencia, haciéndole una raya, pero una raya bien clarita, y diciéndole: «de aquí para allá manda usted; de aquí para acá estoy yo...». Ahora la tecla que me falta tocar es tu marido. He hablado pocas veces con él, apenas le trato; pero no importa...

¿Cómo es eso? ¿Qué me cuentas? ¿Qué mentira, qué enredo te han hecho creer? Si amase á un galán, Clara me lo hubiera confesado. Ella misma ignora casi que le ama; pero me consta que le ama. Vamos, , ya doy en ello: ciertas miradas y sonrisas con un estudiantillo... Me las ha confesado. Está arrepentida... ¡Con un estudiantillo!... ¿Pues se había de ir Clarita á correr la tuna?

Fué la primera buscar modo de ver y de hablar á la severísima Doña Blanca; la segunda, sondear bien el ánimo de D. Carlos para conocer hasta qué punto amaba de veras á la niña y merecía su amor, y la tercera, tratar con el P. Jacinto y proporcionarse en él un aliado para la guerra que tal vez tendría que declarar á la madre de Clarita. Así lo hizo el Comendador.

Al oir en boca de Lucía el nombre y apellidos de su amiga y la última inocente pregunta, el Comendador se estremeció, se turbó; el color rojo, que había teñido antes las mejillas delicadas de Clarita, se diría que había pasado con más fuerza á encender el rostro varonil de D. Fadrique, curtido por el sol de India y por los vientos de los remotos mares.

Y como si presintiese lo que pensaba su mujer y quisiera apaciguarla de antemano, lanzaba a la obesa señora una mirada de ternura, como un hombre honrado y de costumbres intachables recordando su tranquila luna de miel. Doña Manuela estaba admirada. Decididamente, la tal Clarita había cambiado a aquel hombre. Era un tuno.

Este concepto puro, cristiano y honestísimo del matrimonio no es fácil de realizar; mas para eso he educado yo tan severamente á Clarita: para que con la gracia de Dios tenga la gloria de realizarle, en vez de buscar en el casamiento un medio de hacer lícito y tolerable el logro de mal regidos deseos y de impuras pasiones.

Yo no prometo premios en pago de obediencias: lo que quiero significar es que de seguir V. ciertos consejos míos se ha de alcanzar naturalmente lo que de otra suerte se malogrará acaso, con gran pesar de todos. Aclare V. su pensamiento, dijo D. Carlos. Quiero decir prosiguió D. Fadrique, que este modo que tiene V. de enamorar á Clarita no va, días hace, por buen camino.

Nadie hablaba en aquella escena, y sólo la pobre Clarita, consternada al ver que todos la miraban llorando, comenzó á llamar con fuertes voces á su padre, cuya muerte no comprendía. Qué niña es ésta? preguntó Elías. Es su hija, contestó una mujer que la tenía abrazada. ¿Y no tiene madre? No, señor,

El joven D. Carlos de Atienza había estado dos ó tres veces en Sevilla á ver á sus padres; pero en seguida se había vuelto. Tenía abandonada la Universidad; no pensaba en los estudios ni en la carrera. Habíase consagrado enteramente á idolatrar, á consolar, á adorar á Clarita, á quien ya veía sin dificultad, de diario.

Pero su marido cree que tiene en casa a la Venus de Milo, a la de Médicis y a la bella Otero, todo en una pieza, y cuando sale de casa sella los balcones con papel de goma para saber si se ha asomado... En aquel momento entraba Clara con traje distinto. Don Germán dijo por lo bajo sonriendo: Veréis a Clarita.