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Actualizado: 16 de noviembre de 2025


Por dentro tal vez pensará otras cosas, pero no se atreve á contradecir á su Cristina, á darla un disgusto, metiendo en cintura á ese atrevidillo... Yo creo que debías ir á verle. ¿Yo?... No me ha llamado. Además, no me tienta ese cuadro de familia: allí no hago yo falta. , hombre, debes ir. Pepe desea verte: siempre que voy me pregunta por . No te llama... ¿qué yo por qué?

Al final de la comida del mediodía, después de haber bebido su botella de sidra hecha, y fumado sus dos pitillos, de los amarrados por la cintura, era ya otro hombre.

El instinto le hizo llevarse una mano á la cintura. ¡Nada!... Maldijo la vida moderna y sus inciertas seguridades, que permiten á los hombres ir de un lado á otro confiados, inermes, sin medios de agredir. En otros puertos bajaba á tierra con el revólver en un bolsillo del pantalón... ¡pero en Marsella!

Por eso colocó muchos almohadones en una «chaisse longue», sacó a Lita de la cama, y se acostó con ella sobre los almohadones. Puso su cabeza muy alta para no dormirse, pues si se dormía un movimiento cualquiera podía quebrar la cintura de la niña inválida y matarla.

Pero de cintura arriba mostrábase el señorío, «la dignidad del sacerdote de la instrucción», como él afirmaba; lo que le distinguía de toda la gente de las barracas, gusarapos pegados al surco: una corbata de colores chillones sobre la sucia pechera, bigote cano y cerdoso partiendo su rostro mofletudo y arrebolado, y una gorra azul con visera de hule, recuerdo de uno de los muchos empleos que había desempeñado en su accidentada vida.

Por fin llegan á la Pola, siguen á Entralgo y para vadear el río se ve necesitado Nolo á mojarse hasta la cintura porque teme que el caballo resbale con los dos y con ellos en el agua. Así, montada sólo Demetria y llevando él á Lucero por el diestro, se salvan de un percance. Cuando tocan en las casas de Entralgo comienza á llover con violencia.

Adornábanse con collares de dientes de animales y llevaban por toda vestimenta pieles de kanguro sobre los hombros. Iban pintados imitando esqueletos, como el jefe de la tribu que estaba preso a bordo del junco. Guiábanlos tres jefes, fáciles de reconocer por las plumas de cacatúa con que se adornaban la cabeza y por las colas de perro salvaje que llevaban a la cintura.

Al darse cuenta doña Sol de que el torero la miraba, lo saludó con un ademán afectuoso, y hasta su acompañante, aquel tío antipático, se había unido a este saludo con ruda inclinación del cuerpo, como si fuese a partirse por la cintura.

Julita se arrimaba a la pared, sujetándose la cintura con las manos para no desternillarse de risa. Enrique de pie, cerca de la puerta, sonreía un poco avergonzado. Miguel siguió al instante el ejemplo de su hermana. La cosa no merece tanta risa concluyó por decir el primo, amostazado. Pero ni Julia ni Miguel hicieron caso.

Nunca había visto Lázaro una cabellera igual: parecía en la obscuridad de la noche una toca negra que descendía hasta la cintura. Mientras hablaba, la santa solía apartarse á un lado y otro de la frente las dos ramas principales de aquel encanto, que nació en aquella noche en el calor de una confidencia apenas intentada.

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