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Por las mañanas, cuando se lavaba al aire libre, desnudo de cintura arriba, producían admiración los costurones y profundas cicatrices que constelaban su cuerpo, recuerdos, según él, de heroicos combates por mar y tierra contra la tiranía de las aduanas.

Iban casi desnudos, con largos mandiles de cuero sobre el cuerpo cobrizo, como esclavos egipcios ocupados en un rito misterioso. El calor les hacía exponer sus miembros al chisporroteo del hierro, que volaba en partículas de ardiente arañazo. Algunos mostraban las cicatrices de horrorosas quemaduras. Sanabre señaló la boca del horno. Iba á comenzar la colada.

Acababa de comprobar una vez más que, a la primera mención de los prodigios de una humilde enclaustrada, todos los otros temas decaían; y los más recios hidalgos, orgullosos de sus linajes, de sus caudales, de sus cicatrices, inclinaban la cabeza como empequeñecidos ante la sublimidad de la gloria penitente.

Se había educado en Inglaterra, y había viajado mucho por Europa, con largas detenciones en París, en Baden-Baden, Monte Carlo y otros sitios no menos famosos de recreo. De todas estas excursiones y paradas había sacado copiosos frutos, como lo acreditaban sus vicios dominantes, sellado alguno de ellos en la cara con hondas cicatrices, y en el cráneo con una calva precoz.

Los había de ojos picarescos e insolentes, que miraban con fijeza agresiva; otros tenían el cuello ondulado por las cicatrices de la escrófula, o la nariz y las mejillas roídas por la viruela. Manteníanse rígidos, las manos pegadas a las piernas, sacando el vientre, con el bullón de la camisa lleno de objetos y papeles que les servían de juguetes.

Conservaba á su «soldadito de azúcar», pero en un estado lamentable... Nunca don Marcelo se dió cuenta del horror de la guerra como al ver entrar en su casa á este convaleciente que había conocido meses antes fino y esbelto, con una belleza delicada y algo femenil. Tenía el rostro surcado por varias cicatrices que formaban un arabesco violáceo. Su cuerpo guardaba ocultas otras semejantes.

Al fin llegó y con ella los guitarreros, que eran tres: un viejo tuerto verdadero archivo de cicatrices y dos parditos, que eran sus discípulos, los voceros de su fama y futuros herederos de su clientela en el pago.

Un soldado se complace en enseñar sus cicatrices; el gaucho las oculta y disimula cuando son de arma blanca, porque prueban su poca destreza, y Facundo, fiel a estas ideas de honor, jamás recordó la herida que Dávila le había abierto antes de morir. Aquí termina la historia de los Ocampos y Dávilas, y de La Rioja también. Lo que sigue es la historia de Quiroga.

Nadina, inclinando su orgullosa cabeza, le besaba el brazo. ¡Oh, héroe!... ¡Héroe mío! Después de esto volvió á erguirse fría y serena, sin más que una leve palpitación en las alillas de su nariz. Ya no la inquietaba el deseo de conocer inmediatamente aquellas cicatrices espantosas que le habían descrito los camaradas del valeroso soldado.

El tiempo borra más de prisa los surcos de la memoria que las cicatrices de la carne. Si vamos a medir con cuidado, más pierde tu hijo en su reputación que la hija de Belarmino en la suya. Pero existe una consideración, de la cual debemos hacernos cargo. Impidiendo el matrimonio, ¿decretamos que Angustias sea una desgraciada? Yo digo que no; eso es pan de todos los días.