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Este se fijó en su cara y en una manga de su chaqueta, completamente vacía, que se arrollaba en el costado derecho. Yo creo que te conozco dijo el matador. Ya lo creo que le conoces interrumpió el Pescadero . Es el Pipi. El apodo hizo que Gallardo recordase inmediatamente su historia.

Este asunto añadí es estrictamente privado, y lo tomo a usted a mi servicio por el término de una semana, con el sueldo de doscientas cincuenta liras. Aquí tiene cien para que pague sus gastos generales. Tomó los verdes billetes de banco con sus manos como garras, y murmurando Tanti grazie, signore, los guardó en el bolsillo interior de su miserable chaqueta.

Poca levita, mucha tuina y chaqueta, de higos a brevas un uniforme; buen número de mujeres, roncas ya, con los labios secos, los ojos inyectados, arrebatadas las mejillas, más o menos descompuesto el peinado y el traje.

D. Pedro no salía jamás a la calle sin ir acompañado de un su criado o mayordomo, hombre zafio, que vestía el traje del labriego del país, esto es, calzón corto con medias de lana, chaqueta de bayeta verde y ancho sombrero calañés.

Y herido en su arrogancia, miraba con aire de reto a Juanón y a los más bravos, llevando preparada la navaja en un bolsillo de la chaqueta, siempre a punto de caer sobre ellos, a la más leve provocación. Para demostrar que no tenía miedo a una gente ansiosa por dar salida a los antiguos rencores contra el vigilante de su trabajo, Rafael intentaba justificar al amo. Fue una groma.

Le hablaba a poca distancia de su rostro; sentía en sus mejillas el aleteo de aquella boca, su respiración tibia, que le cosquilleaba con intensos estremecimientos. Y al mismo tiempo sus manos, finas y ágiles, le empujaban cariñosamente, quitándole con rapidez la chaqueta y el chaleco. Sintió sobre sus hombros la caliente caricia de la capa de pieles.

A los artesanos, con su mejor chaqueta de terciopelo, sus pantalones de dril muy planchado y su sombrerín de castor fino, da gozo verlos. Los indios, en verdad, descalzos y mugrientos, en medio de tanta limpieza y luz, parecen llagas.

La que tiene buen pelo lo peina con esmero y gracia, que para eso se lo dio Dios; la que presume de talle airoso se pone chaqueta ajustada; la que sabe que es blanca se adorna con una toquilla celeste. Por derecho propio, Amparo pertenecía a aquel taller privilegiado.

Hay que confesar que no era en rigor de verdad una figura imponente: bajo y regordete, con la cara cuadrada, tostado por el sol hasta un color casi sobrenatural, vistiendo una ancha chaqueta y pantalones listados y manchado por barro rojizo, en cualquier circunstancia su aspecto hubiera sido extraño y risible, pero en la presente era hasta ridículo.

Toma y lee dice, ceñudo, Apolonio, alargando despectivamente a Belarmino, como si fuese su sentencia de muerte, el telegrama que acaba de recibir. Después de haber leído el telegrama de Apolonio, Belarmino saca de la chaqueta otro telegrama, que entrega a Apolonio. Luego abre los brazos, mira al firmamento, y suspira: Toma y lee. ¡Bendito sea Dios!