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Actualizado: 16 de junio de 2025
De una ojeada, a la luz de la vela que traía la joven que nos abrió la puerta, aprecié lo que encerraba: algunos muebles vetustos; sillas seculares de alto respaldar y garras de león, resto de antiguos esplendores domésticos; dos rinconeras con sus nichos de hoja de lata; un sofá tapizado de cerda.
El Conde, que hace con él las veces de padre, lo ha casado con una dama joven, cuya condición es muy parecida á la de su marido: llámase Blanca de la Cerda, y es hija de un Príncipe de sangre real, desterrado por su rebelión contra el Monarca legítimo. Criada en el campo, no sabe nada de su origen.
Rodrigo Zapata, que entregó el fuerte. Juan de Funes, que capituló. Juan del Águila, idem. Jerónimo de la Cerda. Juan de Gama. Sebastián Poller, inventor de los alambiques. Maestres de campo, Alonso Padilla. Miguel de Barahona. Jerónimo de Piantanigo. Capitanes, Bartolomé González. Adrián García. Pedro Vanegas. Alonso de Guzmán. Pedro Bermúdez. Antonio de Mercado. Gregorio Ruiz. Juan de Vargas.
Gobernaba por entonces en Sicilia por Virrey D. Juan de la Cerda, Duque de Medinaceli, gran Señor en España, que secundó en la corte los propósitos del gran Maestre con sus informes favorables, deseando ocasión de honra personal en la jornada, como su antecesor en el virreinato lo alcanzó con la conquista de la ciudad de África.
Al Capitán D. Diego de la Cerda, estando de guarda en ella, le mataron una yegua en que iba y á él le cortaron una pierna, de que murió. Viendo los turcos que la guardia que metían de noche á las galeras salía el día en tierra, acordaron venir á tomárnoslas con desino de batir dellas el fuerte, porque lo más flaco dél era á la marina.
Nietos de aquellos Duques, y Duques también de Medinaceli y de Medinasidonia, D. Juan de la Cerda y D. Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, presidieron con paralela falta de aptitud é igual desgracia á las dos más grandes desdichas que registra la historia naval, como que con ellas acabó aquella preponderancia.
De Mejía de la Cerda, licenciado y relator de la chancillería de Valladolid, poseemos una llamada tragedia, que se titula Inés de Castro, producción literaria muy inferior, que no puede compararse bajo ningún aspecto con la de Guevara sobre el mismo asunto, ni aun con la de Nice lastimosa, de Bermúdez, conocida y explotada indudablemente por Mejía.
Por un rey mago, negro por más señas, hubo unos dramas que acabaron en leña por partida doble, es decir, que Barbarita azotaba alternadamente uno y otro par de nalgas como el que toca los timbales; y todo porque Jacinta le había cortado la cola al camello del rey negro; cola de cerda, no vayan a creer... «Envidiosa». «Acusón»... Ya tenían ambos la edad en que un misterioso respeto les prohibía darse besos, y se trataban con vivo cariño fraternal.
Miraba al cielo la pequeña india, como en éxtasis; los cohetes subían tan alto, que parecía iban a agujerear la negra bóveda. El chico del almacén salió para un recado, y al pasar echó la zarpa a los pelos ásperos de la muchacha, verdadera diadema de cerda, y la obsequió con un tirón, a guisa de saludo. ¡Malo! dijo ella. ¡India! dijo él. Y se alejó, sacando la lengua. Al rato volvió.
En esto se huyó un cristiano del armada: dijo la falta que tenían de vituallas, por lo que tenía por cierto que se irían muy presto. A los 23, ya tarde, arremetieron por la parte de Levante al caballero de Gonzaga y á la cortina que estaba hasta el de La Cerda, y teniendo tan buena entrada, no tardaron de subir arriba.
Palabra del Dia
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