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Actualizado: 12 de julio de 2025
A la mañana, casi de madrugada, Severiana salió de casa con su hija sin que nadie la viese; y era muy entrado el día, cuando Casilda mostrando a Damián la mancha que el aceite dejó en la alfombra, le decía nerviosa de terror: ¡Mira... no cabe duda!
Quien hubiera podido retratarles de cuerpo entero era Severiana, la criada, infeliz mujer obligada a servirles y aguantarles por la más triste de las causas. ¡Y pobre de ella como Damián y Casilda llegaran a enterarse! De fijo la despedirían sin compasión ni remordimiento. ¡Buenos eran, tratándose de ciertos pecados!
Quilito se echó en la cama, de espaldas, y misia Casilda se sentó en un sillón, frente a frente.
Pero Gregoria, su hermana mayor, criada y educada a su lado, copartícipe siempre de sus penas y placeres... ¿era posible que pudiera conducirse así? Casilda no podía consolarse.
Y cambiando de tono, temblándole la voz, añadió: Hablemos de otra cosa, Pablo, de algo muy grave. Don Pablo la miró, y echó de ver entonces que había llorado, que estaba pálida y tenía los labios blancos. Habla, Casilda, me asustas, ¿qué pasa aquí? ¿dónde está Quilito? ¿a dónde ibas?
Además, ¿por qué se había de interpretar torcidamente las entradas y salidas del niño? El tenía sus negocios en la Bolsa, sus estudios en la Facultad... Que coma fuera, si eso le agrada añadía don Pablo, a mí me gusta verle mezclado a esa juventud dorada, rozarse con la alta sociedad: en esto estás de acuerdo conmigo, Casilda. Porque, la verdad, ¿qué va a encontrar el muchacho aquí?
Como nuestros asuntos están ahora por las cocinas, sentí yo no sé qué terror, yo no sé qué cuidado, y mandé á Casilda que dejase subir al cocinero del rey. Venía pálido, desencajado, desgreñados los escasos cabellos, y la primera palabra que me dijo, fué: Desde hace veinticuatro horas, no me suceden más que desgracias.
Quería resarcirse ampliamente de su pasada miseria, abasteciendo su granero, de modo que no le faltara trigo si el mal tiempo llegaba. Pero había un ojo que seguía sus maniobras, alguien que adivinaba sus cábalas: Casilda.
Dorotea llegó al fin á su casa y se detuvo á la puerta, dominada por un vago temor. Sabía que en su casa estaba Juan Montiño. Su irresolución duró un momento. Llamó, la abrieron y entró. ¡Señora! la dijo Casilda ; ¡ah, señora! ¡no sabéis lo que sucede! ¿Qué? Aquel caballero que almorzó con vos... ¿Qué ha sucedido á ese caballero... dijo con cuidado Dorotea. ¡Nada! ¡nada! se quedó aquí...
Pedro replicó que su señora no estaba en casa. Hubo de terciar Casilda, que conocedora de la confianza que su ama dispensaba á Quevedo, no tuvo inconveniente en abrir. Entrad y os convenceréis le dijo : si queréis esperar á la señora, esperadla. Dejadme, sin embargo, subir, hija. Subid enhorabuena. Quevedo subió, y con su audacia acostumbrada, lo registró todo, hasta la alcoba.
Palabra del Dia
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