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Aturdido hasta un grado indecible, pudo al cabo balbucir: Tiene usted razón... no había pensado... dispénseme usted... En cuanto cobre este mes le entregaré la parte que a usted le parezca... D.ª Carolina, perfectamente serena, sonriendo dulcemente, repuso poniéndole una mano sobre el hombro: Lo mejor será que me entregues todo el sueldo. Vosotros los jóvenes no conocéis el valor del dinero.

¿Quién? preguntó con interés Carolina, que no comprendía nunca claramente cuándo Catalina hablaba formal. ¿Quién? ¡Pues el hombre que nos salvó anoche! Acabo de verle hace un instante llegar a la puerta. Calla: dentro de un momento estaré mejor. Y la hipócrita se pasó patéticamente la mano por la frente con ademán trágico.

No tal; ¡si yo comprendo los sentimientos de aquella señora! contestó Catalina con resolución. Pues entonces, ¿cómo se han escapado ustedes? preguntó Príncipe gravemente. Por la ventana. Cuando Príncipe hubo dejado a Carolina en brazos de su madrastra, volvió a la sala. ¿Y bien? preguntó Catalina. Se queda; también espero que esta noche nos dispensará el honor de quedarse con nosotros.

Léanse detenidamente las páginas que Arago consagra á Marianas, y se verá que todo se reduce á decir que no hubo chamorra ni carolina, que primero por su linda cara, y después por un relicario, no le ofreciera sus caricias.

Usted me dirá... ¿qué susto es ése? ¡El que yo tengo! debió responder Mario, pero no lo dijo. Limitose a llevarse la mano a la boca para toser, sin gana por supuesto, y profirió con trabajo: Si a usted le parece, podemos sentarnos. Con mucho gusto. Nada nos darán por estar de pie. D.ª Carolina aparentaba indecisión y sorpresa que no sentía.

Pues corramos a La Carolina. Vamos; en marchaManda un emisario a Dupont, diciéndole: «Sr. General en Jefe, los insurgentes han ido a cortar el paso de la sierra. Corro a La Carolina; venga usted tras , y acabaremos con ellosEsto pasaba en los días 17 y 18.

En vano la pobre Carlota le gritaba ruborizada: ¡Niña, niña! ¡Por Dios, no marches! No puedo más repetía huyendo, no puedo más. La carga es superior a mis fuerzas. D.ª Carolina, por estas y otras contrariedades, tenía frecuentes accesos de mal humor; gritaba a sus hijas, las llenaba de improperios; a veces, de esta marejada salpicaba también alguna espuma a Mario.

Mis amigas me dicen con razón: « no eres una mujer, Carolina, eres un trapo.» ¿Y qué le vamos a hacer? Cada cual es como Dios le crió.

D.ª Carolina adoptó inmediatamente un continente grave, protector, de una importancia tal que el violinista comprendió que su vida estaba en manos de aquella señora. Largo rato estuvo pensativa. Luego manifestó que por ella todo quedaría arreglado en seguida. ¡Ah, por ella no había dificultad alguna! Desgraciadamente era necesario consultar otras voluntades: primero la de Presentación...

Catalina, sacudiendo altivamente la cabeza, echose sobre el hombro su abundosa cabellera de azabache, dejó caer una punta del cubrecama a manera de túnica vestal, y avanzó hacia Carolina a trágicas y exageradas zancadas.