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Actualizado: 17 de julio de 2025


¿Por qué los don Periquitos que todo lo desprecian en el año 33, no vuelven los ojos a mirar atrás, o no preguntan a sus papás del tiempo que no está tan distante de nosotros, en que no se conocía en la corte más botillería que la de Canosa, ni más bebida que la leche helada; en que no había más caminos en España que el del cielo; en que no existían más posadas que las descritas por Moratín en el de las Niñas, con las sillas desvencijadas y las estampas del Hijo Pródigo, o las malhadadas ventas para caminantes asendereados; en que no corrían más carruajes que las galeras y carromatos catalanes; en que los chorizos y polacos repartían a naranjazos los premios al talento dramático, y llevaba el público al teatro la bota y la merienda para pasar a tragos la representación de las comedias de figurón y dramas de Comella; en que no se conocía más ópera que el Marlborough o Mambruc, como dice el vulgo, cantado a la guitarra; en que no se leía más periódico que el Diario de Avisos, y en fin... en que...

El antiguo millonario sobrellevaba con dignidad su desgracia. Era un hombre de cincuenta años, más bien bajo que alto, la nariz aguileña y la barba canosa. En medio de una existencia ruda conservaba su primitiva educación. Sus maneras delataban á la persona nacida en un ambiente social muy superior al que ahora le rodeaba.

Un hombre de larga barba ensortijada y canosa, fumaba sentado ante una casucha que era la peor del barrio. Tenía los ojos casi ocultos bajo las cejas y un gesto de desdén contraía á cada momento su cara negruzca. Al ver al médico no se llevó la mano á la boina ni abandonó su inmovilidad de fakir, como si estuviera abstraído en la contemplación de la miseria que le rodeaba.

Suspiró, bostezó, se avergonzó de su pereza y tomó la campanilla puesta a su cabecera, en la mesa de noche. Su ama de llaves, vieja ruina, tan canosa y destruida como él, apareció en el umbral. ¿Qué hora es, señora Liebetreu? le gritó.

Estaba allí mi tío, sentado en el sillón de cabecera, y a su izquierda, en el banco que le seguía inmediatamente, un señor Cura muy corpulento, con balandrán de paño, gorro de terciopelo raído, y entre manos una cachavona muy recia; frontero a los dos, con la lumbre entre ambos, otro personaje más corpulento aún que el señor Cura, de cabeza canosa y gorda, cara cetrina y ojos muy saltones; en el mismo banco, pero a respetuosa distancia de este sujeto, Chisco secándose el barro de sus perneras a la lumbre; y junto a ella, y acurrucada en el suelo sin estorbar a nadie, con una cuchara de palo en la mano derecha, y en la izquierda el mango de una sartén colocada sobre las trébedes, una mocetona de ojos azules, hermoso y abundante pelo rubio y cuerpo bien metido en carnes.

¡Oh! no tardaré en gastarlos, miss Darling; mis ojos se van protestó alegremente Liette, que, mientras hablaba con la condesa de Argicourt, había oído las últimas palabras de aquel aparte. Pero no los oídos observó maliciosamente la joven americana. La verdad es que me representaba a «la tía Liette» como una viejecita arrugada y canosa de cincuenta años lo menos.

Protestando contra el cántico de muerte, el hermoso sol de invierno enviaba sus rayos a la cabeza inclinada y canosa del sacerdote, y encendía con tonos calientes la nuca de Lucía, inclinada también. Y continuaba el rezo: Heu mihi, Domine, quia pecavi nimis in vita mea.... Un rayo de luz más vivo y directo se coló en la cámara, y fue a posarse en la difunta.

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