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Actualizado: 6 de junio de 2025
Así, notaba con admiracion que las culebras cambiaban de actitud, agitándose ó adormeciéndose, mirando con mansedumbre, con desconfianza ó con ira, alejándose ó acercándose, escondiéndose ó descubriéndose mas ó menos, según la diferente impresion que les producía la presencia ó la mirada, el olor, la voz ó la fisonomía de los concurrentes.
Ya que Europa había caído en una demencia sanguinaria, él seguiría navegando por los mares lejanos. Gracias á su riqueza, podía mantenerse al margen de la lucha. Pero los tiempos cambiaban rápidamente; la vida era otra: todos los valores habían perdido su antiguo aprecio.
Los ventanales estaban rojos, esparciendo en la cálida lobreguez de la noche risas, gritos, suspiros de violines, romanzas amorosas que denunciaban un cuello femenil, blanco y voluptuoso, hinchado por el deseo y por la música. Las gotas de luz perdidas en el infinito cambiaban sus parpadeos con las estrellas eléctricas medio ocultas en los negros follajes.
Parecía ser de un planeta distinto la vida que se desarrollaba cuatro metros por encima de la muchedumbre emigrante. Los camareros iban de grupo en grupo ofreciendo grandes bandejas cargadas de emparedados y tazas de caldo: el segundo refrigerio de la mañana. Las señoras exhibían con afectada modestia sus trajes de verano recién extraídos de los cofres y cambiaban mutuos cumplimientos.
Sólo cambiaban el exterior y el nombre de las cosas. La humanidad contemplaba a la luz cenicienta de una religión que maldice la vida, lo que antes había visto en la inocencia de la infancia. El esclavo redimido por Cristo era ahora el asalariado moderno, con su derecho a morir de hambre, sin el pan y el cántaro de agua que su antecesor encontraba en el ergástula.
Juan comprobó, con profundo disgusto, que Huberto Martholl se precipitaba tras de María Teresa, y se instalaba al lado de ella en el break; la joven lo recibió con una sonrisa. ¡Oh! cuánto habría dado Juan por oír las palabras que cambiaban...
Un grupo de cinco o seis niñas, entre las cuales estaba Esperancita, hablaba animadamente con algunos pollastres. Cobo Ramírez y nuestro inteligente amigo Ramoncito Maldonado, eran dos de ellos. Difícil es exponer las ideas que entre aquella florida juventud se cambiaban. Todas debían de ser muy finas, muy alegres, muy intencionadas, a juzgar por la algazara que producían.
Menos aún los administrativos. El único que llamaba un poco la atención entre ellos era un joven delgado y pálido, con fino bigote negro, cuyos ojos negros y duros se fijaban con tal decisión en los convidados que rayaba en insolencia. Sin saber por qué, los que cambiaban con él una mirada se sentían molestos y separaban prontamente la vista. El director lo presentó como el médico de las minas.
Ni Paz sentía ya cortedad, ni Pepe manifestaba aquella desconfianza fundada en lo distinto que se le ofrecía el porvenir de cada uno: las frases que cambiaban eran protestas de cariño, promesas de firmeza, todo el repertorio monótono y vulgar de los enamorados, siempre romántico y exagerado, pero eternamente delicioso.
Aun pudo ver que se abrazaban de nuevo y cambiaban algunas palabras que ella logró adivinar más bien que oyó. ¡A Ville d'Avray, a reunirme con mi hija! decía el doctor. ¡A Alemania, llevándome a mi amada! respondía Amaury.
Palabra del Dia
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