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Actualizado: 14 de junio de 2025


Cuando los demás gritaban a su alrededor: «¡Hay que deliberar! ¡No podemos estar así, sin hacer nada!», él se limitaba sencillamente a decir: «Esperemos; todavía no ha llegado Hullin, ni Catalina Lefèvre. No tenemos prisa». Entonces se callaban todos, mirando con impaciencia hacia el sendero de Charmes.

Cuando se presentaba en el espacioso comedor, a la hora de la cena, que es la hora de las expansiones, los hijos se ponían de pie; las mujeres, acoquinadas y silenciosas; el varón, nervioso y temblando, y eso que gastaba barbas; el padre hablaba cuando lo tenía por conveniente, y los hijos escuchaban y callaban; no había discusión de temas, ni intercambio de ideas; a una pregunta, una respuesta y otra vez el silencio.

Era el mediodía, y todas callaban en lo alto de las ramas, entreteniendo el espíritu en abstractas meditaciones. «¡Fresco y bonito lugar es éste! dijo la pluma erizándose de entusiasmo al verse allí. Aquí quiero pasar toda mi vida, toda, toda, lo repito con seguridad completa de no variar de propósito.

La animación estaba en los grupos de alborotadores antes citados. «Allí no se respetaba nada ni a nadie» decían los viejos del rincón. Aunque estaban a dos pasos de ellos, rara vez se mezclaban las conversaciones. Los ancianos callaban y juzgaban. ¡Qué atolondramiento! dijo un venerable en voz baja. Observe usted, le respondieron que rara vez hablan de intereses reales de la provincia.

Velázquez había tomado la guitarra y preludiaba unas soleares. Todos callaban. De pronto Isabel soltó una fuerte risotada, que al guapo le produjo insoportable escozor. ¿De qué te ríes, hija mía? le preguntó con aparente calma. Pues me río de verte así, tan pacífico, con la guitarra sobre las piernas... Dispensa, hijo, no lo puedo remediar. Y soltó otra risotada.

Ella, al verle tan contento, nada resentido, rabiaba por atreverse a preguntar; y él, muy satisfecho con el engaño del ama que había sido en su provecho, rabiaba por decir algo; pero los dos callaban. No había más que ciertas miradas mutuas que ambos sorprendían a veces.

Ya se oía el rumor sordo y como subterráneo de las ruedas... el aliento fogoso de los caballos cansados... y, por fin, la voz chillona de Ripamilán.... Ahora callaban los del coche grande. La carretela iba a pasar junto al Magistral, que se apretó a la columna de hierro, para no ser visto. Pasó la carretela a trote largo. De Pas se hizo todo ojos.

A veces, no obstante, sin buscar tema, sin el propósito preconcebido de enredar alguna discusión sobre las más arduas materias, la discusión venía a enredarse, y entonces don Acisclo, el cura, Pepe Güeto y hasta doña Manolita, callaban y oían, y hablaban sólo el P. Enrique, doña Luz y el médico D. Anselmo.

Las trombas de agua pasaban sobre él, yendo á apagar sus fogones, pero esto enardecía su fe. «¡Animo, muchachosEl Cristo del Grao se ocupaba en protegerles, y nada malo podría ocurrirle al baque... Unos marineros callaban; otros, irritados, se hacían esto y aquello en la imagen y su santa escala, sin que el devoto se indignase.

Los últimos disparos eran: « cogiste más... me han quitado lo mío... aquí no hay decencia... cuánto pillo...». La Burlada, que era de las que más habían apandado, echaba sapos y culebras de su boca, concitando los ánimos de toda la cuadrilla contra la Caporala y Eliseo. Por fin, intervino la policía, amenazándoles con recogerles si no callaban, y esto fue como la palabra de Dios.

Palabra del Dia

rigoleto

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