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Actualizado: 26 de junio de 2025


Guardaba en la cómoda, amorosamente, junto al pañuelo perfumado, un grueso cuaderno, donde escribía sus más íntimos pensamientos y donde le rogaba al doctor que renunciase a sus visitas cotidianas al restorán Babilonia, al champaña y a la vida de libertino que ella sospechaba.

Tal cosa había quedado en la tercera gaveta de la cómoda; tal otra en el armario de luna... Pero ya no había remedio. Por cada objeto que no tenía, Isidora echaba a volar media docena de suspiros, encargados de transmitir su desconsuelo a las insondables esferas de lo pasado. Riquín parecía mejor.

Cecilia, a quien sólo se le conocía el mal humor en que hablaba menos, sacó de su cómoda un elixir dentrífico, copió una oración a Santa Polonia que le habían dado, y llamando con misterio a Elvira, le dijo toda ruborizada: Elvira, ¿quieres hacerme el favor de llevar este frasco y este papel al señorito Gonzalo? ¿Ahora mismo?

Primero probó la cama grande; pero era demasiado 50 blanda. Después probó la cama mediana; pero era demasiado dura. Por último probó la cama pequeña y como era muy cómoda y le gustó, se echó en ella y se durmió. Mientras dormía los tres osos volvieron a casa. Tenían hambre después de su paseo y querían tomar la sopa. El oso 55 grande levantó su plato y bramó: ¡Alguien ha probado mi sopa!

Entró ella en la alcoba. Botín se paseaba con lento andar en el gabinete. «Vamos, vamos, no seas terca. No te perdono; pero te doy respiro hasta mañana. Además...». La miró atentamente, mientras ella revolvía en la cómoda. La miró embelesado, ¿a qué negarlo?, y algo confuso le dijo: «Y mañana podrás llevarte todos tus vestidos». Isidora no le contestó, ni le miró siquiera.

Pues ¡qué! ¿estaría bien, por ejemplo, que hirieses á uno, y luego, sin saber de cirujía, tratases de curarle y le acabases de matar? Dices que la tal doctrina es cómoda. ¿Dónde está la comodidad? Aunque yo te excuse de poner el remedio, no te libro de la penitencia, del remordimiento y del castigo.

Miró después la cómoda, el baúl y las botas que sobre él estaban, sus propios pies cortados, pero dispuestos a andar. Un movimiento de alegría y la animación de la cara indicaron que Maximiliano había atrapado la idea. Bien lo decía él: con aquellas cosas se había vuelto de repente hombre de talento. Levantose, y cogiendo una bota salió y fue a la cocina, donde estaba Papitos cantando.

Nada, no tenía nada; jaqueca, cansancio de no trabajar, aburrimiento. Gemía de impotencia, acompañado por la dulce Feli, que también derramaba lágrimas, sin pedir nuevas explicaciones, adivinando, en su instinto de mujer, que estas crisis tenían relación con el montoncillo de dinero, cada vez más exiguo, que guardaba en la cómoda.

, señora le respondí yo, y encontrando en ella goces tan grandes como los que proporciona la ciudad. No lo creo. Empiece usted por las malas condiciones de la habitación. Perdone usted, señora: la casa de una persona acomodada de aldea es más espaciosa, y hasta más cómoda, que la mejor de la ciudad.

Poco a poco los vestidos fueron pasando de la cómoda a la cocina, por conducto de las prenderas. Últimamente, en un triste y húmedo día de octubre, se comieron el sombrero de paja de Italia. ¡Era el último plato! Capítulo IX La caricia del oso

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