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¡Cáspita! exclamé yo muy serio, acordándome de lo que había gastado en los tres días del último carnaval de mi vida de estudiante. ¡Ahí era un grano de anís!... Pero no sabía yo, don Pelegrín, que fuese usted abogado. Y no lo soy, ¡ca!...; porque verá usted lo que pasó.

Gracias, dijo sonriendo Tragomer, y no queriendo ofrecer dinero al digno sargento, sacó del bolsillo una petaca de paja de Manila y la presentó al jefe del puesto. Hágame el favor de aceptar un cigarro. ¡Con mucho gusto!... ¡Cáspita! ¿Ha pasado usted, al venir, por la Habana? Cristián vació la petaca en las manos del soldado y, saludándole, siguió al guía que le esperaba.

Te la expondré en forma de máxima, como hacemos siempre los sabios para acreditar vulgaridades: «si quieres conservar el amor que sientas por un hombre, con todo lo que de este amor se sigue y se desprende, no te cases con él». ¡Cáspita! Así como suena, hija mía. Parece duro y un si es no es atrevido; pero es la pura verdad.

Me tuvo un día de Difuntos, y después se fue a criar a Madrid. ¡Vaya con la buena señora! murmuró Teodoro con malicia . Quizás no tenga nadie noticia de quién fue tu papá. , señor replicó la Nela con cierto orgullo . Mi padre fue el primero que encendió las luces en Villamojada. ¡Cáspita!

El amolador no se movió, limitándose a decir en voz baja, sin alzar la cabeza: Cállate, tahonero. Pero al demonio del tahonero no le acomodaba el callarse, y prosiguió acentuando la burla: ¡Cáspita! No puede quejarse el camarada de tener una mujer así. No hay medio de aburrirse con ella un instante. ¡Figúrese usted!

Apeáronse, pues, y no bien hubo visto el francés a los padres interrogadores: ¡Cáspita! dijo en su lengua, que no cómo lo dijo, ¡y qué uniforme tan incómodo traen en España las gentes del resguardo, y qué sanos están, y qué bien portados! Nunca hubiera hablado en su lengua el pobre francés.

Y como Juan aprobase con una inclinación de cabeza, el señor Aubry continuó: ¡Ah! Juan, felizmente, no es como Jaime; nuestros asuntos no le son indiferentes. ¡Ah, no! siente en su alma la misma pasión que yo por el cristal. ¡Cómo nos entendemos! ¡Lo que hemos trabajado juntos al resplandor de los mismos hornos, cáspita!

¿Qué te importa? respondió la resuelta costurera. Es que si no duerme... ya ves... ¡Cáspita, la cosa es grave! Calla, cobarde; ¡vergüenza había de darte! Voy a hacer ruido por el gusto de verte correr. Pablito la estrechó entre sus brazos y le dió una razonable cantidad de besos. La joven sonreía dichosa. Mas de pronto su frente se arrugó; su fisonomía expresó una gran severidad.

Desde entonces, todo París tuvo para las dos hermanas los ojos del pequeño pinche de la calle Amsterdam; todo París repitió su: ¡Cáspita! bien entendido, con las variantes y modificaciones impuestas por los usos de la sociedad. Los salones de madama Scott, se hicieron inmediatamente a la moda.

FERRANDO. ¡Cáspita! ¿Y no la atenacearon? JIMENO. Buenas ganas teníamos todos de verla arder por vía de ensayo para el infierno; pero no pudimos atraparla, y sin embargo si la viese ahora... GUZMÁN. ¿La conoceríais? JIMENO. A pesar de los años que han pasado, sin duda. FERRANDO. Pero también apostaría yo cien florines a que el alma de su madre está ardiendo ahora en las parrillas de Satanás.