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FERRANDO. Y que está tan enamorada de aquel trovador que en tiempos de antaño venía a quitarnos el sueño por la noche con su cántico sempiterno. GUZMÁN. Y que viene todavía. JIMENO. ¿Cómo! ¿Pues no dicen que está con el Conde de Urgel, que en mala hora naciera, ayudándole a conquistar la corona de Aragón? GUZMÁN. Pues a pesar de eso...

El P. F. Augustín Pipia, Catedrático de Prima en Santo Domingo. El P. Juan Antonio Ferrando de la Compañía de JESUS, Lector que fue de Filosofía. Añadióse a petición de este mismo, el Padre Francisco Doms de la Compañía de JESUS, Rector que fue del Colegio de S. Martín de la misma Compañía y Catedrático de Teología. A Onofre Cortés de Augustín.

Leonor, Jimena y el séquito salen de la iglesia y se dirigen a la puerta del claustro; pero al pasar al lado de Manrique, éste alza la visera, y Leonor, reconociéndole, cae desmayada a sus pies. GUZMÁN. Esta es la ocasión... valor. LEONOR. ¿Quién es aquél? JIMENA. ¡Qué veo! LEONOR. ¡Ah! ¡Manrique!... GUZMÁN, FERRANDO. ¡El trovador!

Y en pago del buen rato que me habéis hecho pasar, voy a contaros otras no menos raras y curiosas, pero que tienen la ventaja de ser más recientes. FERRANDO. ¿Cómo! GUZMÁN. Se entiende que nada de esto debe traslucirse, porque es una cosa que sólo a , a particularmente se me ha confiado. JIMENO. ¿Pero de quién? GUZMÁN. De otro modo me mataría el Conde. FERRANDO y JIMENO. ¡El Conde!

GUZMÁN. Se entiende. JIMENO. Pues... mis dudas tengo en cuanto a eso. GUZMÁN. ¿Qué decís? JIMENO. Desde el suceso que acabo de contaros no ha dejado de haber lances diabólicos... Yo diría que el alma de la gitana tiene demasiado que hacer para irse tan pronto al infierno. FERRANDO. ¡Jum!... ¡Jum!... JIMENO. ¿He dicho algo? FERRANDO. Preguntádmelo a . GUZMÁN. ¿La habéis visto?

FERRANDO. Siempre me lo han contado de diverso modo. GUZMÁN. Y como se abultan tanto las cosas... JIMENO. Yo os lo contaré tal como ello pasó por los años de 1390. El Conde don Lope de Artal vivía regularmente en Zaragoza, como que siempre estaba al lado de su Alteza.

FERRANDO. ¡Cáspita! ¿Y no la atenacearon? JIMENO. Buenas ganas teníamos todos de verla arder por vía de ensayo para el infierno; pero no pudimos atraparla, y sin embargo si la viese ahora... GUZMÁN. ¿La conoceríais? JIMENO. A pesar de los años que han pasado, sin duda. FERRANDO. Pero también apostaría yo cien florines a que el alma de su madre está ardiendo ahora en las parrillas de Satanás.

JIMENO. Todo esto alarmó al Conde, y tomó sus medidas para pillar a la gitana; cayó efectivamente en el garlito, y al otro día fue quemada públicamente, para escarmiento de viejas. GUZMÁN. ¡Cuánto me alegro! ¿Y el chico? JIMENO. Empezó a engordar inmediatamente. FERRANDO. Eso era natural. JIMENO. Y a guiarse por mis consejos, hubiera sido también tostada la hija, la hija de la hechicera.

FERRANDO. ¡Pues por supuesto! ... Dime con quién andas ... JIMENO. No quisieron entenderme, y bien pronto tuvieron lugar de arrepentirse. GUZMÁN. ¿Cómo! JIMENO. Desapareció el niño, que estaba ya tan rollizo que daba gusto verle; se le buscó por todas partes, ¿y sabéis lo que se encontró? Una hoguera recién apagada en el sitio donde murió la hechicera, y el esqueleto achicharrado del niño.

FERRANDO. Atreverse a galantear a una de las primeras damas de su Alteza. Un hombre sin solar, digo, que sepamos. JIMENO. No negaréis, sin embargo, que es un caballero valiente y galán. GUZMÁN. , eso ... pero en cuanto a lo demás ... Y luego, ¿quién es él? ¿Dónde está el escudo de sus armas? Lo que me decía anoche el Conde: «Tal vez será algún noble pobretón, algún hidalgo de gotera