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Actualizado: 27 de junio de 2025
En el fondo de su corazón, el honrado joven quería ahorrar a la duquesa el espectáculo de la agonía de su hija. Quedó, pues, convenido, que la señora de La Tour de Embleuse permanecería en París: Germana partiría con su marido, su suegra, el pequeño Gómez y el doctor. El señor Le Bris se había comprometido un poco irreflexivamente a abandonar su clientela.
Señor duque respondió el doctor , puesto que estamos solos, podemos hablar de cosas serias. Creo que no he ocultado a usted el estado de su hija. El duque hizo una pequeña mueca sentimental y dijo: Verdaderamente, doctor, ¿es que no se puede ya esperar nada? Yo creo, falsa modestia aparte, que es usted capaz de un milagro. Le Bris movió tristemente la cabeza.
Los grandes hombres tienen el medio de no ser envidiosos; gracias a su generosidad, el doctor Le Bris hizo su reputación en cinco o seis años. Aquí se le apreciaba como sabio, allá como bailarín, y en todas partes como hombre simpático y bueno. Ignoraba los primeros elementos de la charlatanería, hablaba muy poco de sus éxitos y abandonaba a sus enfermos el cuidado de decir que los había curado.
Aun está en la habitación del señor duque. Semíramis salió y la señora de La Tour de Embleuse se dirigió a la habitación de su marido. Cuando se disponía a abrir la puerta, oyó la voz del duque, clara, alegre y vibrante como un clarín. ¡Cincuenta mil francos de renta! decía el viejo . ¡Ya sabía yo que volvería la fortuna! El doctor Carlos Le Bris era uno de los hombres más apreciados de París.
Es para atraer a otra persona. ¿Qué dice usted, querido conde? Tiene razón dijo la viuda. El conde no respondió. Estaba más emocionado de lo que quería aparentar. Germana le tendió la mano y le dijo: Vaya usted con el señor Stevens, amigo mío, y confírmese en que el doctor habrá dicho la verdad. ¡Diablo! dijo el señor Le Bris , yo también voy; aunque no me ha invitado nadie, seré de la partida.
Hecho esto, se frotó las manos y se dijo riendo: Ya tengo al enemigo bloqueado, y si nunca llegara a declararse la guerra, les mataría de hambre sin piedad. El doctor Le Bris a la señora Chermidy. «Corfú, 20 abril 1853. »Apreciable señora: Yo no podía prever, el día que me despedí de usted, que nuestra correspondencia sería tan larga. Don Diego tampoco lo esperaba.
El 31 de agosto, el señor Le Bris, dichoso como un vencedor, dio un paseo a pie hasta la ciudad. El campo le agradaba, pero no desdeñaba tampoco una vuelta por la explanada donde le divertían las cornamusas de los regimientos escoceses. Además, contemplaba el humo de los vapores, creía aproximarse a París.
Y usted no habrá querido exponerse a eso. El señor Le Bris enrojeció a su pesar, porque la duquesa decía la verdad; pero salió de aquel mal paso haciendo el elogio de don Diego. Le pintó como un noble corazón, un caballero de antaño perdido en nuestro siglo. Puede usted creer, señora duquesa, que si nuestra querida enferma llegase a salvarse, lo debería a su marido.
A fuerza de leerla, adivinó que se trataba de su hija, se encogió de hombros y se dijo sin acortar el paso: Ese Le Bris es siempre el mismo. Yo no sé qué tiene contra mi hija. La prueba de que no está para morir, es que se encuentra bien. No obstante, reflexionó que el doctor podía muy bien decir verdad. Esta idea le produjo terror.
Además, el arsénico rebaja la fiebre, abre el apetito, facilita el sueño, restablece las carnes y no perjudica el efecto de los otros medicamentos, ayudándolos algunas veces. El señor Le Bris había pensado muchas veces en tratar a Germana por este método, pero un escrúpulo bien natural le detenía. No estaba seguro de salvar a la enferma y aquel diablo de arsénico le recordaba a la señora Chermidy.
Palabra del Dia
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