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Actualizado: 27 de julio de 2025


El señor Le Bris reconoció bien pronto que las partes impermeables al aire se circunscribían de día en día; que el estertor se extinguía poco a poco; que el aire entraba suavemente en las células vivificadas que envolvían las cavernas cicatrizadas. Había dibujado, para la vieja condesa, el plano exacto de los estragos que la enfermedad había hecho en el pecho de la joven.

Todas las noches al llevarle un vaso de agua azucarada podía observar, junto con el señor Le Bris, cómo disminuían la tos y la fiebre. Un día asistió al acto de desembalar una caja mucho mejor cerrada que la que él había traído de París. De ella vio salir un lindo aparato de cobre y de cristal, una pequeña máquina muy sencilla, y tan sugestiva, que al verla sentía uno no ser tísico.

Los señores Le Bris y Delviniotis acostumbraron suavemente a Germana a este medicamento nuevo. En su impaciencia por curar hubiera querido arrancarse su mal a viva fuerza; pero ellos no le permitían más que una inspiración diaria y aun muy corta: tres minutos, cuatro a lo más. Con el tiempo aumentaron la dosis y a medida que la curación avanzaba llegaron a darle hasta dos centigramos diarios.

Cierto que la campana de la señora Chermidy no sonaba igual que la del señor Le Bris, pero el timbre era tan dulce, que el duque se dejó engañar como un niño. Compadeció a la linda dama y le prometió que de cuando en cuando iría a llevarle noticias de su hijo. El salón de la señora Chermidy era, en efecto, el lugar de reunión de un cierto número de hombres distinguidos.

Los médicos diferían sobre la causa del mal, pero ninguno se atrevió a responder de la curación. El señor Le Bris había perdido la cabeza como un capitán de barco que encuentra un banco de rocas a la entrada del puerto. El señor Delviniotis, más tranquilo, aunque no había podido menos que llorar, abrigaba tímidamente un resto de esperanza.

En tercer grado, si es que toda la Facultad no se burló de . Citó los nombres de los médicos que lo habían visitado y condenado. Contó cómo había acabado por cuidarse él mismo, sin nuevos remedios, en el campo, lejos del bullicio, esperando la muerte, bajo el cielo de Corfú. El señor Le Bris le pidió permiso para auscultarle, a lo que se negó él con un terror cómico.

El doctor estaba espantado ante la agitación de Germana. No sabía si atribuirla al uso inmoderado del yodo o a alguna emoción peligrosa. La señora de Villanera acusaba secretamente al conde Dandolo; don Diego se acusaba a mismo. Al día siguiente, Le Bris reconoció una inflamación en los pulmones que podía producir la muerte, y llamó al doctor Delviniotis y a dos de sus colegas.

Sus dientes castañeteaban a causa del frío y de la impaciencia y tenía sus ojillos fijos en el doctor con la curiosidad inquieta de un niño ante el que se abre una caja de bombones. El señor Le Bris no le hizo esperar. ¿Usted sabe dijo cuál es la situación de la señora de Chermidy? Viuda consolable de un marido al que no ha visto nunca.

La conozco desde hace mucho tiempo y unas veces hemos estado en buenas relaciones y otras reñidos. Ahora quiere tentarme... ¡como si no! ¡Adiós, querido doctor! El señor Le Bris se levantó de la silla. El duque le retuvo por la mano. Fíjese usted en que lo que hago es heroico. ¿Usted no ha sido jugador? ¿Conoce usted las cartas? Juego al whist. Entonces no es usted jugador.

Era una niña de dos años, parecida a su madre, y más hermosa por lo tanto que su hermano mayor, el difunto marqués. El doctor Le Bris era aún el médico y el mejor amigo de la casa. El viejo duque y el pequeño Gómez habían muerto en sus brazos, el uno en Corfú y el otro en Roma, a consecuencia de una tifoidea.

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