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Los señores Le Bris y Delviniotis acostumbraron suavemente a Germana a este medicamento nuevo. En su impaciencia por curar hubiera querido arrancarse su mal a viva fuerza; pero ellos no le permitían más que una inspiración diaria y aun muy corta: tres minutos, cuatro a lo más. Con el tiempo aumentaron la dosis y a medida que la curación avanzaba llegaron a darle hasta dos centigramos diarios.

Cuando las encendió y nuestros ojos se acostumbraron a la luz, vimos que estábamos en una especie de pieza, no muy grande, pero larga, angosta y más seca que las otras partes de la caverna. ¡Mire! exclamó el capuchino, haciendo un movimiento con la mano. Aquí está todo, señor Greenwood, y todo es suyo.

Las monjas se acostumbraron, después, a verla inmóvil, al pie del nicho, a veces con las manos juntas y como atónita. Si entonces alguien venía a hablarla, respondía ella con una dulzura extrañada, volviendo en seguida la mirada hacia la imagen, como si hubiesen interrumpido entre ella y el Cristo una vaga comunicación.

De la existencia de las primeras atestigua el maestro Juan de Malara, el cual describiendo las bellezas del mudejar palacio, dice entre otras cosas: «La talla de las puertas, las labores moriscas, los jardínes que están entre la huerta de el Alcoba y los aposentos nuevos con grandes y espaciosos miradores, «las leoneras que solía auer en tiempo de los Reyes Católicos etc ...» Y que no fué solamente en el Alcázar donde aquellos monarcas tuvieron sus predilectas fieras, compruébase por el siguiente documento, curioso por más de un concepto: Muy honorables señores: Juan de Merlo alcayde del castillo de triana me encomiendo en vuestra merçed a la qual plega saber: quiero que sepan que El aljama e judios desta çibdad «acostumbraron siempre» dar para mantenimiento de los leones que los Reyes nuestros señores en esta çibdad tenían cinco mill maravedises de cada año.

Un macilento farol con los vidrios pintados de azul dejaba filtrar á largos trechos su breve radio de luz funeraria. A los pocos pasos se acostumbraron á esta penumbra. El suelo de las calles estaba partido en dos fajas: una, de blancura turbia y vagorosa, reflejo de la luna moribunda; otra, negra, con la tonalidad densa y pesada del ébano.

La luz de la luna, interceptada por los árboles, no podía romperla; pero bien pronto los ojos de los náufragos se acostumbraron a ella y pudieron avanzar con relativa rapidez, a pesar de las enormes raíces, las plantas trepadoras y las lianas que les cerraban el paso, obligándoles a dar largos rodeos.

Yo me consolaba diciéndome tonterías y resignándome, pues las muchas desgracias que he tenido desde niña y el verme siempre privada de todo lo que más he querido, me acostumbraron a tener mucha paciencia, muchísima.