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Actualizado: 23 de mayo de 2025
Los ventanales destacábanse sobre las negras masas con un tono blanquecino y lechoso. Manchas de luz se deslizaban lentamente por las pilastras, como fantasmas que descendiesen de las bóvedas; después arrastrábanse por el pavimento cual espectros rampantes, y otra vez volvían a remontarse por las pilastras, hasta perderse en lo alto.
Muchas veces el cielo gris permite ver perfectamente a lo lejos; hay una claridad difusa, que parece no venir del cielo entoldado, sino del mar blanquecino y turbio; las olas, de un color de arcilla, llegan con meandros dislocados de espuma a dejar en la playa una curva plateada, y la resaca hace hervir la arena al contacto del mar.
Corría el sudor por el rostro de las damas, arrastrando en sus tortuosos raudales el negro de las ojeras, el rojo de las mejillas y el barro blanquecino de los polvos de arroz. La conciencia de estas devastaciones del calor las hacía moverse nerviosas en sus asientos con el abanico sobre el rostro.
Allá abajo, entre humo, en una capa de aire viciada por innumerables respiraciones, algo blanquecino indica una gran ciudad. Casas, palacios, altas torres, cúpulas se funden en el mismo color enmohecido y sucio, que contrasta con las tintas más claras de las campiñas vecinas.
El manteo que el canónigo movía con un ritmo de pasos y suave contoneo iba tomando en sus anchos pliegues, al flotar casi al ras del pavimento, tornasoles de plumas de faisán, y otras veces parecía cola de pavo real; algunas franjas de luz trepaban hasta el rostro del Magistral y ora lo teñían con un verde pálido blanquecino, como de planta sombría, ora le daban viscosa apariencia de planta submarina, ora la palidez de un cadáver.
Esta sala es húmeda. Azorín cree percibir aún la sensación de humedad. En el sofá está sentada una señora que se abanica lentamente; en uno de los sillones laterales está un señor vestido con un traje blanquecino, con un cuello a listitas azules, con un sombrero de jipijapa que tiene una estrecha cinta negra.
Eran papagayos del tamaño de tórtolas, con las plumas amarillas, verdes y azules, pertenecientes a la especie de los trichoglosses; chiorias-alba, especie de palomas algo mayores que las nuestras y con el plumaje blanquecino; milvus, de plumas rizadas, blancas y negras; cacatúas y palomas magníficas, del tamaño de faisanes y con las plumas del pecho azules, con reflejos metálicos, y las del dorso verdes obscuras, con reflejos dorados.
Tenía unos ojos grises, grandes, crédulos, de cordero sencillo y retozón: el pelo lacio, de un rubio blanquecino, colgaba en desmayadas mechas sobre la cara tostada y rojiza, sembrada de pecas.
Sobre ésta se alzaba, y como al medio de aquel perfil de la sierra, un peñón blanquecino que parecía la capucha, vista por detrás, de un manto de titanes, pardo obscuro, extendido allí para secarse a los rayos del sol que iluminaba toda la vasta superficie.
«¡Soy un miserable, soy un miserable!» gritaba por dentro Quintanar mientras el tren volaba y Vetusta se quedaba allá lejos; tan lejos, que detrás de las lomas y de los árboles desnudos ya sólo se veía la torre de la catedral, como un gallardete negro destacándose en el fondo blanquecino de Corfín, envuelto por la niebla que el sol tibio iluminaba de soslayo.
Palabra del Dia
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