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Lefort y Justi niegan que la gentil figura colocada a la parte de la derecha, entre el caballo de Espinola y el marco, sea retrato de Velázquez: Cruzada Villamil y Beruete, con mejor acuerdo, creen que . Para persuadirse de ello, basta comparar aquella imagen con las demás auténticas que se conocen, teniendo en cuenta, por supuesto, la alteración de rasgos que el tiempo imprime a la fisonomía.

Beruete, fundándose en razones que no carecen de fuerza como la desproporción entre la silla y la figura que antes, dice, debía de ser menor, y la ejecución de la cabeza, que atribuye a Mazo, comparte la opinión de Justi.

Algunos biógrafos, entre ellos Armstrong, Stirling y Lefort, que llega hasta creer la anécdota, fundándose en que Felipe IV era muy miope, admiten que este retrato sea el que figura en la Galería Nacional de Londres: pero Beruete lo pone en duda, señalando deficiencias de dibujo y poca habilidad en la factura indignas del maestro.

La primera de estas obras descritas todas cuidadosamente por Aureliano de Beruete , representa una vieja puesta de perfil y cubierta en parte la cabeza por una cofia blanca, que es la nota más clara del cuadro; tiene en la mano derecha una cuchara de palo, en la izquierda un huevo: ante ella se ve una mesa con utensilios de cocina, y a su derecha un muchacho que se le acerca trayendo en la izquierda una botella y sujetando con la derecha contra el cuerpo un melón enorme.

En la mano derecha tiene un chupador de plata, y en la izquierda una manzana . Beruete, de quien tomamos estos datos, dice que, durante algún tiempo, se atribuyó el cuadro al Corregio, suponiendo que el retratado era un príncipe de Parma; pero hoy dos ilustres críticos, Justi y Armstrong, el segundo con ciertas reservas, reconocen en él la mano de Velázquez.

El número 1.090 del Museo del Prado, es retrato en media figura y tamaño natural, de un Conde de Benavente: lo que no se sabe de cierto es si se trata como imaginó don P. de Madrazo, de don Antonio Alonso Pimentel, noveno de aquel título muerto en 1633, o de alguno de sus sucesores como se inclina a creer Beruete, observando discretamente que el estilo del cuadro es el característico de las obras del maestro en época posterior al fallecimiento de aquel caudillo.

Nadie cree ya aquella tradición según la cual Felipe IV pintó en el pecho de la figura de Velázquez la cruz de Santiago. Primero don Pedro de Madrazo y Cruzada Villamil con documentos de Palacio, y después Beruete de un modo definitivo con datos del archivo de las órdenes militares, han puesto en claro cuando se concedió a Velázquez el hábito de Santiago.

El aire circula por doquiera, extendiendo una atmósfera perceptible por cima de aquel paisaje que se aleja a distancias tremendas, bañándole de claridades, de corrientes y de frescor, envolviendo las formas, acariciando los contornos, reposando y enlazando entre las coloraciones graves, calientes, opulentas, en que aquí y allá discretamente se intercalan algunas notas claras para fundirlas en amplia y poderosa armonía». Finalmente Beruete cree que «acaso la crítica moderna pueda censurar la iluminación oblicua de Las Lanzas y sostener que no es la suya la luz solar, la luz difusa del aire libre tan en boga en nuestros días».

Las contradictorias opiniones de sus biógrafos extranjeros Justi, Stirling y otros, puestas en claro por Beruete, demuestran que cuando pintó en 1619 la Adoración de los reyes, y menos antes, no podían influir en él los cuadros de Ribera desconocidos en Sevilla hasta 1631; y que no teniendo Zurbarán sino unos cuantos meses más que Velázquez, éste vería en él un compañero y no un maestro.

En el Museo Imperial de Viena hay otro lienzo que representa al mismo Príncipe pasados tres o cuatro años con traje de terciopelo negro bordado de plata, y ferreruelo: esta junto a una mesa cubierta de tapete rojo, donde tiene el sombrero, y la figura destaca sobre fondo gris. «Esta obra dice Beruete es en conjunto maravillosa, pero lo más admirable de ella es el prodigioso modelado del rostro pálido, iluminado de frente, y la expresión de la fisonomía, donde se lee el carácter de aquel niño universalmente querido, cuya prematura muerte ejerció funesto influjo en el destino de España