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Explica don Pedro de Madrazo éste doble aspecto de la ejecución, diciendo que la retratada es doña María Teresa de Austria hija de Felipe IV, en su primer matrimonio; que Velázquez debió de pintar la cabeza antes de emprender el segundo viaje a Italia, conforme a su manera de entonces, dejándolo interrumpido; y que más adelante, ya de vuelta, lo terminaría en sus últimos años, cuando se trató del matrimonio de la Infanta con Luis XIV de Francia. «Sólo así se explica dice que un retrato ejecutado en general con tanta libertad y sobriedad tan sabia, y perteneciente por lo mismo al último y mejor tiempo de Velázquez, represente como una niña de solos diez años, a la que ya tenía cerca de veinte, cuando el gran artista pintaba de aquella admirable y singular manera». Explica Justi la mencionada desigualdad, diciendo que la retratada no es doña María Teresa, sino su hermanastra, la Infanta Margarita, hija del segundo matrimonio de Felipe IV, añadiendo que como todo el cuadro es de Velázquez menos la cabeza, ésta pudo ser repintada, es decir, sustituida por distinto artista, muerto ya el maestro, al negociarse el matrimonio de doña Margarita, teniendo trece años.

Las contradictorias opiniones de sus biógrafos extranjeros Justi, Stirling y otros, puestas en claro por Beruete, demuestran que cuando pintó en 1619 la Adoración de los reyes, y menos antes, no podían influir en él los cuadros de Ribera desconocidos en Sevilla hasta 1631; y que no teniendo Zurbarán sino unos cuantos meses más que Velázquez, éste vería en él un compañero y no un maestro.

Pretenden algunos críticos, entre ellos Justi, que la cabeza de Inocencio X del Museo de San Petersburgo, a que antes nos hemos referido, es repetición hecha por Velázquez de la del retrato grande: otros como Beruete sostienen que el artista debió de hacer, por el contrario, primero aquélla, pues personajes de tal índole no suelen conceder largas audiencias, y luego el retrato en que esta casi entera la figura.

Justi, apoyándose en un detenido examen, niega que la Memoria pueda ser de Velázquez; alega, entre otras razones, la singularidad de que Alfaro, en la portada de su opúsculo, diga que Velázquez era caballero del hábito de Santiago en 1658, cuando no lo fue hasta el año siguiente, y además, que desempeñaba en palacio cargos, en cuyo ejercicio había cesado para ser aposentador: afirma también que los juicios en aquel escrito contenidos, antes son propios de persona devota que de artista.

Velázquez va con ellos, esta vez acompañado de Mazo, que a petición de Don Baltasar Carlos pinta la Vista de Pamplona, cuadro que se conserva, y la de Zaragoza, que esta en el Museo del Prado, en la cual son de mano de su suegro, aunque lo nieguen críticos extranjeros tan ilustres como Armstrong y Justi, las elegantísimas figuras del primer término, hechas con singular soltura y gracia, tratadas de modo que, a pesar de sus dimensiones, tienen el aspecto y carácter del natural .

En la mano derecha tiene un chupador de plata, y en la izquierda una manzana . Beruete, de quien tomamos estos datos, dice que, durante algún tiempo, se atribuyó el cuadro al Corregio, suponiendo que el retratado era un príncipe de Parma; pero hoy dos ilustres críticos, Justi y Armstrong, el segundo con ciertas reservas, reconocen en él la mano de Velázquez.

Beruete, fundándose en razones que no carecen de fuerza como la desproporción entre la silla y la figura que antes, dice, debía de ser menor, y la ejecución de la cabeza, que atribuye a Mazo, comparte la opinión de Justi.

En cambio, Lefort declara que Velázquez compuso Las Lanzas fuera de todo convencionalismo, y que es «una de las páginas más vivas de historia que ha producido la pintura: ninguna se deja leer y penetrar mejor: ninguna es más sincera y elocuente por la clara sencillez de su ejecución». Y Justi dice que «pocos lienzos son tan sugestivos, y menor número todavía revela un pintor dotado de sentimientos tan nobles».

Lefort y Justi niegan que la gentil figura colocada a la parte de la derecha, entre el caballo de Espinola y el marco, sea retrato de Velázquez: Cruzada Villamil y Beruete, con mejor acuerdo, creen que . Para persuadirse de ello, basta comparar aquella imagen con las demás auténticas que se conocen, teniendo en cuenta, por supuesto, la alteración de rasgos que el tiempo imprime a la fisonomía.