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Actualizado: 26 de junio de 2025
En cambio, la existencia muda y monástica de Avila de los Santos, donde pasaba horas eternas sin escuchar otra nota de vida que el tañido de alguna campana o el canto de un gallo, le exasperaba el humor como un duro cautiverio.
El Antonio de Avila prosiguió diciendo que todos holgarían que acetase el gobierno, que por estar el fuerte de manera que no se podría defender, ni había gente para ello ni agua que beber, que alzase una bandera para tratar partidos con el Bajá.
Los pueblos desmolados se echaban a morir. Avila, Toro, Córdoba y Granada se negaron a aceptar el encabezamiento de 1576. En las naciones extrañas el solo nombre de Felipe Segundo hacía palidecer a los banqueros. Los Fugger dieron por fin un nudo a la bolsa y volvieron la espalda. Otros no sabían si continuar o romper para siempre, como el judío que ha prestado a un tahúr de luenga espada.
A más de los lances de su propia existencia, contábales a las criadas retazos de libros de caballerías, así como también tradiciones fabulosas de Avila y Segovia. Sabía canciones de barberos y caminantes, toda la vida en verso del moro Abindarráez; e innumerables letrillas que cantaba con áspera voz, al son de una vihuela, dándose vuelta los párpados para remedar a los ciegos.
Por acudir a este ruido y estruendo, no se pasó adelante con el escrutinio de los demás libros que quedaban; y así, se cree que fueron al fuego, sin ser vistos ni oídos, La Carolea y León de España, con Los Hechos del Emperador, compuestos por don Luis de Ávila, que, sin duda, debían de estar entre los que quedaban; y quizá, si el cura los viera, no pasaran por tan rigurosa sentencia.
En cuanto la dejaban sola, y eran largas sus soledades, los ojos se agarraban a las páginas místicas de la Santa de Ávila, y a no ser lágrimas de ternura ya nada turbaba aquel coloquio de dos almas a través de tres siglos.
10 La dicha por malos medios, de Gaspar de Ávila. 11 San Diego de Alcalá, de Lope. 12 Los tres señores del mundo, de Luis de Belmonte. 1 Amigo, amante y leal, de D. Pedro Calderón. 2 Obligar con el agravio, de D. Francisco de Victoria. 3 El lego de Alcalá, de Luis Vélez de Guevara. 4 No hay mal que por bien no venga, de D. Juan Ruiz de Alarcón.
Y volvía De Pas, para evitar mayores males, a sus precauciones, que eran el contento de Teresina, lo que ella creía con orgullo su victoria. Ana también tenía su secreto. Su piedad era sincera, su deseo de salvarse firme, su propósito de ascender de morada en morada, como decía la santa de Ávila, serio; pero la tentación cada día más formidable.
La honra fiera de los abolengos; las riquezas conquistadas en países lejanos y fabulosos; las heroicas aventuras de los hijos de Avila que, ahora mismo, esperados por sus esposas en la quietud de los hogares, guerreaban en las más diversas comarcas del mundo, para aportar algún día a su nido roquero la presa de gloria: he ahí las diversas expresiones de todo aquel blasonado granito que sus ojos contemplaban sin fatigarse.
En esto arribó Antonio de Avila, sargento mayor del tercio de Sicilia, y en presencia de todos llamó al capitán D. Juan de Castilla y le dijo de parte de todos los capitanes y soldados que Don Alvaro se había metido en las galeras con intención, según decía, de irse en la fragata en siendo de noche, y que los otros capitanes se habían retirado en el castillo, por lo cual le rogaban que quisiese tomar el gobierno de aquellos soldados y del fuerte, y que hiciese arbolar una bandera de paz y rindiese el fuerte, y hiciese con los turcos los mejores partidos que pudiese para salvar aquella gente que allí estaba, la cual se tenía ya por perdida.
Palabra del Dia
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