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Actualizado: 27 de mayo de 2025
En el mal, que hace de la tierra vasto campo de batalla, donde no vive cada ser sin la muerte y el dolor de otros seres; en el mal, que es el eje del mundo y el resorte de la vida. Señor de Artegui... balbució débilmente Lucía , usted, según creo, dará culto al demonio, negándoselo a Dios. ¡Culto! no, ¿he de dar culto al poder inicuo que, guarecido en la sombra, conspira al daño común?
Artegui puso fin al ataque pagando los juegos elegidos y dando las señas del hotel para que se enviasen. Libres ya, salieron; pero Lucía, enamorada de la hermosura y sosiego de la noche, se mostró deseosa de prolongar algo más el paseo. Volvieron a cruzar ante los iluminados cafés, bordearon el teatro y tomaron hacia el puente, a tales horas casi solitario.
Y Lucía, desgreñada, patética, hermosa, se arrojó a los pies de Artegui, y abrazó sus rodillas, y se arrastró en la alfombra. A duras penas la alzó el pesimista. Usted sabe dijo confuso que yo estimaba poco la vida... digo más, que la aborrecía desde que llegué a entender su vacuidad y cuán inútil carga es para el hombre... y ahora, muerta mi madre y sin tener a nadie que sintiera mi falta....
Pilarcita murmuró Lucía echándole al cuello los brazos , ¿me guardarás un secreto si te lo digo? Encendiéronse los ojos de la anémica. ¡Pues no! Desahoga ese corazón, mujer.... Entre nosotras, ¿verdad?, todo puede contarse.... Yo he visto tantas cosas... nada me sorprende.... Escucha... dijo Lucía . Quisiera saber, a toda costa, cómo sigue la madre del señor don Ignacio Artegui.
Anunciaba su llegada próxima, refiriendo a la vez algunos pormenores de su elegante vida en el castillo de Ceyssat, y entre varias noticias daba la de la muerte de la madre de Ignacio Artegui, que Anatole le había contado, creyendo que le interesaría por tratarse de un compatriota.
Tan plenamente exclamó Artegui soltando la rama de mimbre y asiendo la mano de la niña , que ahora me confirmo en creer que los seres puros poseen cierta presciencia, cierta intuición maravillosa y singularísima, negada a los que conocemos, en cambio, el triste misterio del vivir. Lucía, seria e inmutada, miraba a su compañero de viaje.
Levantose Artegui del sillón y acercose al fuego. Su gallarda estatura crecía al reflejo de la lumbre, y a Lucía, sentada en el suelo, pareciole más alto que de ordinario. Importa dijo él inclinándose que le pida a usted perdón. Yo no acostumbro decir ciertas cosas al primero que llega; pero a personas como usted todavía menos. He soltado mil necedades, que con razón asustaron a usted.
Artegui era elocuente, cuando a hablar se resolvía; detallaba las costumbres del país, contaba pormenores de los pueblecitos, hasta de los caseríos entrevistos al paso. A su voz, respondían unas pupilas fijas y atentas, un rostro que escuchaba todo él, mudando de expresión según el narrador quería.
Si Artegui se presentase entonces.... Llorar, llorar con la cabeza apoyada en sus hombros.... Al fin se acordó de una oración, que le había enseñado el Padre Urtazu, y dijo: «Dios mío, por vuestra Cruz, dadme paciencia, paciencia». Estuvo largo rato repitiendo entre gemidos: «paciencia». El Padre Arrigoitia se presentó al fin, solo. Su frente ebúrnea venía cubierta de arrugas y sombras.
Pero, discretamente indicadas, le bullían en los labios las preguntas de tal modo, que Artegui se impuso la penitencia de narrarle todo la acaecido de pe a pa. Escuchaba él, refrenando con su práctica del mundo, la risa maliciosa que le asomaba a las facciones. Era evidente que al mozo calaverilla le divertía infinito el cómico percance conyugal del calaverón rancio.
Palabra del Dia
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