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Actualizado: 19 de mayo de 2025
Caía la nieve á chaparrones, y al otro dia Candido arrecido llegó arrastrando como pudo al pueblo inmediato llamado Valdberghof-trabenk-dik-dorf, sin un ochavo en la faltriquera, y muerto de hambre y fatiga. Paróse lleno de pesar á la puerta de una taberna, y repararon en el dos hombres con vestidos azules.
Pero ¿dónde está Rubio? ¿Dónde está el más terrible y feroz de todos ellos? No se sabe, mas al cabo de mucho tiempo sale de la espesura arrastrando consigo a Socorro, la más sentimental de las ondinas de D. Cristóbal. En los rasgos crueles de su fisonomía viene pintada la expresión del triunfo, y en los de ella la vergüenza y la sumisión de una cautiva.
Por el cuello le mete la lanza a Héctor, que cae muerto, pidiendo a Aquiles que dé su cadáver a Troya. Desde los muros han visto la pelea el padre y la madre. Los griegos vienen sobre el muerto, y lo lancean, y lo vuelven con los pies de un lado a otro, y se burlan. Aquiles manda que le agujereen los tobillos, y metan por los agujeros dos tiras de cuero: y se lo lleva en el carro, arrastrando.
Cuando se paseaba por el jardín bajo los viejos naranjos, apoyada en el brazo de la vieja o arrastrando al pequeño Gómez, el conde la seguía de lejos, sin afectación, con un libro en la mano. No adoptaba los aires melancólicos de un enamorado, ni confiaba sus suspiros al viento. Más bien se le hubiera tomado por un padre indulgente que quiere vigilar a sus hijos sin intimidarlos en sus juegos.
Al mismo tiempo escucharon arriba rumor de pasos y una voz áspera que dejaba escapar terribles interjecciones y amenazas. Cuando los pasos tomaron la dirección de la escalera, Rosa exclamó acongojada: ¡Que me mata mi padre, D. Andrés; que me mata mi padre! Y con rápido movimiento se echó fuera de casa, arrastrando consigo al joven.
Destacábase en el pórtico, secular cancerbero, una Esfinge de piedra, ¡una viva y rugiente Esfinge de piedra!... En vez de proponernos cuestiones insolubles para devorarnos si no las resolvíamos, como a Edipo y a tantos otros mortales, huyó a nuestra vista arrastrando el rabo. Un rabo tan pesado, que hacía un surco en la tierra que se dijera el lecho seco de un torrente.
Pasaban por las sendas las muchachas que regresaban de la ciudad, los hombres que volvían del campo, las cansadas caballerías arrastrando el pesado carro, y Batiste contestaba al «¡Bòna nit!» de todos los que transitaban junto á él, gente de Alboraya que no le conocía ó no tenía los motivos que sus convecinos para odiarle.
Los hombres, en camisa y calzoncillos, avanzaban a gatas como corderos blancos. Iban de unas cepas a otras, arrastrando el vientre sobre la tierra caldeada. Los sarmientos esparcían sus pámpanos rojizos y verdes a ras del suelo, y las uvas descansaban en la caliza, que las comunicaba hasta el último instante su generoso calor.
Ni en la cama, ni en el sillón estaba a gusto; era preciso traerla y llevarla de aquí para allá. A cada instante se quejaba, diciendo: ¡Esta convulsión interior que me mata! A poco despertó, y quiso levantarse y caminar por la habitación, apoyada en Angelina y en mi tía Pepa. Iba y venía, pero sin fuerza, casi arrastrando los píes.
Guardaban silencio, pero este silencio les decía mil cosas tiernas y placenteras que sus labios no serían capaces de pronunciar. Clara dio un grito. El caballo de Tristán había metido su casco en la madriguera de un conejo, y cayó de cabeza arrastrando al jinete, envolviéndolo. ¡Tristán, Tristán! gritó la joven arrojándose a tierra.
Palabra del Dia
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