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Actualizado: 19 de julio de 2025
Montenegro rió ante la tristeza del aperador. ¡Pero cómo ponía el amor a los hombres! Daba ganas de propinar unos cuantos azotes a aquel mozo, como si fuera un niño grandullón y enfurruñado. No, Fermín; por tu salú te lo pido. Haz algo por mí; ve en seguida y sacarás un alma de pena. Nada te dirán en el escritorio: esos señores te quieren; eres su niño mimao.
¡Pero, tonto! ¡si yo sólo te quiero a ti! ¡Si estoy chalaíta por mi cortijero y aguardo como quien espera a los ángeles el momento de ir a Matanzuela pa cuidar a mi aperador salao!... Ya sabes que yo podría casarme con cualquiera de esos señoritos del escritorio que son amigos de mi hermano. La señora me lo dice muchas veces.
Le dolía contrariar con su sobriedad a aquellas gentes sencillas que le asediaban con sus obsequios. El aperador se extrañaba de verle en el cortijo como traído por la tempestad. Su padrino le había dicho algunos días antes que don Fernando estaba en Cádiz. Sí, allí estuve hasta hace poco. Fui a ver la sepultura de mi madre.
El aperador acogía con inocente satisfacción todos los elogios de su amo a la novia. Al fin, era como un hermano suyo, y este parentesco enorgullecía a Rafael. Bandido le decía el señorito con cómica indignación, en presencia de la muchacha.
Salvatierra habló de ir a la gañanía, sin prestar atención a las protestas del aperador. ¿Pero, realmente, tenía empeño en dormir allí, un hombre de su mérito?... Ya sabes de dónde vengo, Rafael dijo el revolucionario. Llevo ocho años de dormir en peores sitios y entre gentes más infelices. El aperador hizo un gesto de resignación y llamó a Zarandilla, que estaba en la cuadra.
El muchacho se parecía por lo bueno y lo guapo al único hijo que los viejos habían tenido; un pobrecito que había muerto siendo soldado, en tiempos de paz, en un hospital de Cuba. Todo le parecía poco a la seña Eduvigis para el aperador. Reñía al marido porque no se mostraba, según ella, bastante amable y solícito con Rafael.
Unos cuantos varazos repartidos a ciegas por Zarandilla hicieron cesar el estruendo de coces y relinchos, y las bestias tornaron a alinearse ante los pesebres, exhalando los últimos restos de su agitación con bufidos y temblores. El aperador condujo a Salvatierra a una habitación grande, de paredes enjalbegadas, que le servía de despacho.
Alcaparrón dio un respingo para librarse de la garra del aperador, y moviendo las manos con ademanes femeniles, acabó por persiguarse. ¡Uy!, zeñó Rafaé y qué malo que es uzté... ¡Jozú! ¡y qué cosas dice este hombre!
Se detuvo junto a una reja, y al tocar ligeramente con los nudillos en sus maderas, se abrieron éstas, destacándose sobre el fondo oscuro de la habitación el arrogante busto de María de la Luz. ¡Qué tarde, Rafaé! dijo con voz queda. ¿Qué hora es?... El aperador miró al cielo un instante, leyendo en los astros con su experiencia de hombre de campo. Deben ser ansí como las dos y media.
Y esta tierra nuestro, Rafaé, es como las muchachas que bajan de la sierra con el manijero. Van plagadas de la miseria que recogen en la gañanía; no se lavan la cara, comen mal; pero si las adecentasen, ya se vería lo bonitas que son. Una tarde de Febrero hablaban el aperador y Zarandilla de los trabajos del cortijo, mientras la señá Eduvigis lavaba la loza en la cocina.
Palabra del Dia
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