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Actualizado: 24 de junio de 2025
A las diez de la mañana logramos salir sanos y salvos de la Aduana y fuimos á instalarnos en el hermoso hotel del «Comercio». Estábamos impacientes por trepar á una de las torres mas altas de la ciudad para poder abarcar con la vista todo el panorama, y aunque el sol calcinaba con sus lenguas de fuego la isla de Leon, no quisimos esperar la tarde.
Con todo esto, a la entrada de la ciudad, que fué a la oración, y por la puerta de la Aduana, a causa del registro y almojarifazgo que se paga, no se pudo contener Cortado de no cortar la valija o maleta que a las ancas traía un francés de la camarada; y así, con el de sus cachas le dió tan larga y profunda herida, que se parecían patentemente las entrañas, y sutilmente le sacó dos camisas buenas, un reloj de sol y un librillo de memoria, cosas que cuando las vieron no les dieron mucho gusto, y pensaron que pues el francés llevaba a las ancas aquella maleta, no la había de haber ocupado con tan poco peso como era el que tenían aquellas preseas, y quisieran volver a darle otro tiento; pero no lo hicieron, imaginando que ya lo habrían echado menos, y puesto en recaudo lo que quedaba.
Para mí, era ese individuo el ideal de su clase, la encarnación de la Aduana misma, ó á lo menos el resorte principal que mantenía en movimiento toda aquella maquinaria; porque en una institución de este género, cuyos empleados superiores se nombran merced á motivos especiales, y en que raras veces se tiene en cuenta su aptitud para el acertado desempeño de sus deberes, es natural que esos empleados busquen en otros las cualidades de que ellos carecen.
En fin, el guarda de la aduana, con sus aires de persona importante ó cancerbero del puerto, arroja sobre el recien venido una mirada escrutadora ó de proteccion, como para hacer comprender que tiene en sus manos las llaves de las puertas.
Ve a decir a los sabuesos de la aduana y al señor gobernador de Cádiz, que yo hubiera podido destrozar e incendiar tu buque, y que no lo he hecho.
Una tarde, al anochecer, al ir a entrar a la fonda, pasó por delante de mí la criada vieja de casa de doña Hortensia, la señora Presentación, y me dió una carta. Era de Dolorcitas. Me citaba para las diez de la noche; tenía que hablar conmigo. Me esperaría en la reja. Vivía en la calle de los Doblones, cerca de la Aduana. Toda mi ecuanimidad se vino abajo desde aquel momento.
El abuelo de la Aduana, el patriarca, no sólo de este reducido grupo de empleados, sino estoy por decir que de todo el personal respetable de todas las Aduanas de los Estados Unidos, era cierto funcionario inamovible.
Y ahora, porque entonces, sin méritos que lo justificaran, tuve uno ó dos oyentes, echo de nuevo mano al público por el ojal de la levita, por decirlo así, y quieras que no quieras, me pongo á charlar de mis vicisitudes durante los tres años que pasé en una Aduana.
No, señor repuso el español asomándose son de la aduana. Pero ¿cuál fue su admiración cuando, sacando la cabeza del empolvado carruaje, echó la vista sobre un corpulento religioso, que era el que toda aquella bulla metía?
Allí, en la Aduana, estaba tan fuera de su lugar, como una antigua espada, ya enmohecida, después de haber fulgurado en cien combates, pero conservando aun algún brillo en la hoja, lo estaría en medio de las plumas, tinteros, pisapapeles y reglas de caoba del bufete de uno de los empleados subalternos.
Palabra del Dia
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