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Actualizado: 4 de mayo de 2025
Al fin se fue, no muy de su grado. Llenaba la capilla olor de flores y barniz fresco; por las ventanas entraba una luz caliente, que cernían visillos de tafetán carmesí; y las carnes de los santos del altar adquirían apariencia de vida, y la palidez de Nucha se sonroseaba artificialmente. ¿Julián? preguntó con imperioso acento, extraño en ella.
Por los cristales agujereados entraba el soplo gélido de los huracanes, y la colcha rameada de la camita temblaba estremecida por aquellas ráfagas yertas, que adquirían voz de sortilegio y de amenaza.
En esta tierra los ojos adquirían un poder visual más grande; la retina abarcaba mayores extensiones; las distancias parecían valer menos que en otros países. El gaucho, después de contemplar unos momentos el remoto avance del tren, continuó su galope.
Le temblaban las piernas, y los recuerdos de la infancia se amontonaban en su cerebro, y adquirían una fuerza plástica, un vigor de líneas que tocaban en la alucinación; se sentía desfallecer, y como disuelto, en una especie de plano geológico de toda su existencia, tenía la contemplación simultánea de varias épocas de su primera vida; se veía en los brazos de su padre, en los de su madre; sentía en el paladar sabores que había gustado en la niñez; renovaba olores que le habían impresionado, como una poesía, en la edad más remota.... Llegó a tener miedo; saltó de la cama, y de puntillas se dirigió a la alcoba de Emma.
Sus ojos adquirían el brillo misterioso de la pubertad; los trajes parecían estrecharse con el impulso de las formas cada vez más llenas y redondeadas y las faldas bajaban hasta los pies, cubriendo algo distinto de aquellas tibias infantiles, secas y nerviosas, vistas tantas veces por la gente de la Galería. El signor Boldini, su maestro de canto, estaba admirado de la hermosura de su discípula.
Inclinado sobre la caja buscando tipos, ajustando palabras en el cajetín, o distribuyendo letras, su frente solía plegarse con un entrecejo serio de obrero ya machucho: entonces no hablaba y fija la atención en lo que hacía, sus ojos negros adquirían cierta expresión de gravedad cómica: en la calle, corriendo o jugando, con el pelo alborotado, tostada la tez, ladeada la gorrilla, descarado el mirar y rebosando malicia, traía a la memoria los chicos de las antiguas novelas picarescas.
Nadie osaría poner en duda entre los convidados la inmensa superioridad de las señoritas de Corneta en cuanto a brillo aristocrático y gracia protectora. Sobre todo permaneciendo calladas tales cualidades adquirían maravilloso relieve.
Adquirían para ella una nueva fisonomía; decían otra cosa: la verdad. Recordaba los relatos de cautivos moribundos venidos de aquellos campamentos de suplicio, y los renglones parecían balbucear, con el gemido de un niño enfermo: «Mamá... hambre. ¡Tengo hambre!» Hubo momentos en que creyó perder la razón.
Su alegría ruidosa, inmotivada, era realmente infantil; su inocencia para las cosas de la vida rayaba en simpleza. Tan sólo cuando se tocaba a su arte adquirían aquellos ojos una expresión grave, concentrada, y su palabra, por lo general incoherente, tomaba inflexiones profundas, se hacía precisa y enérgica. Había alquilado en la misma casa una guardilla donde modelaba libre y tranquilamente.
En cambio, dentro de casa, aumentaban sus gracias sobremanera; sus movimientos eran sueltos y desembarazados, los ojos adquirían brillo y animación y todo su cuerpo cobraba una libertad que perdía así que ponía el pie en la calle. Barría sin apresurarse, con firmeza y sosiego, como quien cuenta siempre llegar a tiempo, tarareando muy bajito un pasacalle.
Palabra del Dia
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