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El cronista ignora la historia íntima de la insigne actriz italiana, pero no duda de su intensidad. Pasiones de fragua y fieros dolores deben de haber asolado á esa pobre alma, á la vez dulce y sombría.

Realmente, Margarita Brunet, con este último rasgo de fidelidad, tan en desarmonía con su olvidadizo temperamento, no hizo más que pagar una deuda sagrada: Neuville, en efecto, fué quien, al mismo tiempo que conquistaba aquel corazón ingrato, fijó su destino. Deslumbrado bajo las pupilas fulgurantes y arcanas de su ídolo, el modesto actor repetía: «Has nacido para actriz. ¿Por qué no te atreves?

Ora se hablaban en la misma iglesia de Capuchinos, donde fue la conversión de ella y donde ambos solían asistir; ora acudía él a casa de la actriz, si bien con prudente recato para evitar la maledicencia. No podía ésta tener el menor fundamento, pero la malicia humana levanta en el aire castillos de torpes embustes, y conviene evitar que la malicia los levante y se haga fuerte en ellos.

El teatro frances, situado al extremo de la calle de Richelieu, merece verse con preferencia á los demas porque embellece y honra su escena la célebre Rachel, reputada en toda Europa como la primera trágica de la época . Ademas de contar el teatro con esta inspirada actriz, todo el cuadro de la compañía es lo mas selecto de Francia, porque para ser actor de él se necesita haber adquirido muchos triunfos.

Dejando para los que escriban la historia del arte escénico el seguir paso á paso la carrera artística de la Rosa Pérez, á quien sus contemporáneos elogiaron mucho, diré sólo que esta carrera tuvo súbitamente fin, término y acabamiento, cuando no lo esperaban, ciertamente, los finos apasionados de la actriz, ni el público, que tantas y tantas veces le había aplaudido al verla en escena interpretar los más diversos papeles.

Hubo una cena, a la que asistió D. Jacinto, ignorando lo que iba a haber en ella, y le sentaron al lado de la seductora actriz, bella como nunca aquella noche, con leves y casi transparentes vestiduras, y adornados sus brazos y su desnuda y cándida garganta con ricos brazaletes y espléndido collar de perlas.

¿Y le mandó los padrinos, D. Jerónimo? preguntó el estudiante del doctorado. ¡Silencio, silencio! exclamó un tertulio aquí llega Clotilde. La simpática actriz apareció efectivamente en la puerta, y sus grandes y tristes ojos negros que resaltaban bellamente debajo de la blanca peluca a lo Luis XV, sonrieron con dulzura a sus fieles amigos.

Por otra parte, ya no podía confundir su afición con su disposición: ya sabía que sus facultades no eran bastantes a eternizar su fama, ni muchísimo menos. Acaso estuviera predestinada a tener que contentarse con ser actriz mediana, de aquellas a quienes nadie echa de menos cuando mueren o se retiran.

¿No entiende todavía? dijo al fin. Ni una palabra... murmuré aturdido, tan aturdido, como puede estarlo un adolescente que a la salida del teatro ve a la primera gran actriz que desde la penumbra del coche mantiene abierta hacia él la portezuela... Pero yo tenía ya casi treinta años, y pregunté al médico qué explicación razonable se podía dar de eso. ¿Explicación? Ninguna.

Los motivos que impulsaron á aquella linda mujer de no vulgar talento á renunciar á la vida y sepultarse en las frías lobregueces de un claustro, no es cosa que yo sepa y nada apuntaré por no alterar los hechos con suposiciones más ó menos gratuítas; pero es cierto que á la profesión de la actriz, se dió por la gente devota gran resonancia, que los padrinos fueron de la más encumbrada nobleza y que la solemnidad tuvo un brillo y esplendor inusitado.